El reloj marcaba las siete de la mañana y el termómetro nueve grados. En medio de la oscuridad, una tímida lluvia no cesaba desde hacía una hora y sus huellas se reflejaban en forma de pequeños charcos ubicados por todo el terreno. La pista cubierta de arcilla, esparcida a lo largo de 886 metros, empezaba a recibir uno a uno a los deportistas que desafiaban el frío aquel último sábado del octavo mes en el calendario.
Entonces comenzó su andar a través de los senderos tapizados de verde que parecían abrazar sus pasos. El olor a pino y tierra mojada inundaban su olfato mientras alguna ardilla trepaba por los árboles justo a su lado derecho. La sensación del aire en sus mejillas no cesó durante una hora y de vez en cuando alguna gota de agua se desprendía de las ramas para terminar estallando sobre su rostro.
Cuesta arriba, sus piernas empezaban a reclamarle y su respiración se agitaba por el esfuerzo realizado. Sin embargo, por el paisaje que le esperaba bien valían la pena algunos minutos extra de ejercicio. Finalmente ahí estaba: frente a sus ojos, una ciudad despertaba cobijada por la neblina; los edificios parecían esconderse entre el ambiente grisáceo, y las nubes densas todavía abrazaban el cielo del amanecer.
Y luego de alimentar un poco las pupilas, siguió su camino de regreso. Extendió los brazos para rozar a su paso las plantas más cercanas, y la punta de sus dedos apenas sentía el frío líquido que la lluvia les había regalado. El único sonido percibido era aquel de las gotas que caían centímetro a centímetro a través de los árboles y hacían mover las hojas. Bajo sus pies, el sendero de tierra seguía su curso y finalmente regresó al punto de partida.
Inmerso en un mar de gigantes silenciosos de brazos verdes, decidió terminar el recorrido por uno de los pulmones más grandes la ciudad. Respiró profundamente mientras el sol asomaba sus primero rayos, y así concluyó una visita más al mismo lugar donde las circunstancias siempre son distintas. “Hasta pronto”, le dijo en voz baja, y el Bosque de Tlalpan, sin hacer gesto alguno, le respondió lo mismo.
Entonces comenzó su andar a través de los senderos tapizados de verde que parecían abrazar sus pasos. El olor a pino y tierra mojada inundaban su olfato mientras alguna ardilla trepaba por los árboles justo a su lado derecho. La sensación del aire en sus mejillas no cesó durante una hora y de vez en cuando alguna gota de agua se desprendía de las ramas para terminar estallando sobre su rostro.
Cuesta arriba, sus piernas empezaban a reclamarle y su respiración se agitaba por el esfuerzo realizado. Sin embargo, por el paisaje que le esperaba bien valían la pena algunos minutos extra de ejercicio. Finalmente ahí estaba: frente a sus ojos, una ciudad despertaba cobijada por la neblina; los edificios parecían esconderse entre el ambiente grisáceo, y las nubes densas todavía abrazaban el cielo del amanecer.
Y luego de alimentar un poco las pupilas, siguió su camino de regreso. Extendió los brazos para rozar a su paso las plantas más cercanas, y la punta de sus dedos apenas sentía el frío líquido que la lluvia les había regalado. El único sonido percibido era aquel de las gotas que caían centímetro a centímetro a través de los árboles y hacían mover las hojas. Bajo sus pies, el sendero de tierra seguía su curso y finalmente regresó al punto de partida.
Inmerso en un mar de gigantes silenciosos de brazos verdes, decidió terminar el recorrido por uno de los pulmones más grandes la ciudad. Respiró profundamente mientras el sol asomaba sus primero rayos, y así concluyó una visita más al mismo lugar donde las circunstancias siempre son distintas. “Hasta pronto”, le dijo en voz baja, y el Bosque de Tlalpan, sin hacer gesto alguno, le respondió lo mismo.
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