miércoles, 19 de abril de 2017

Destino: Michoacán



Cuando era niño y llegábamos al rancho a través de aquel camino que aún era de tierra, solía ver hacia la montaña mientras la noche nos cubría e imaginaba que los árboles que bordeaban la cima eran gigantes que se acercaban mientras avanzábamos.

Era una sensación extraña, mezcla de emoción y temor en un ambiente pleno de oscuridad y misterio que en la ciudad nunca sentía. Así sabía que estábamos muy cerca, luego de casi ocho horas de viaje, de aquel sitio lejano que por herencia materna conocí a temprana edad. 

Entonces me enteré de personas, colores, formas, sabores y sonidos que para mí eran totalmente desconocidos; de silencios que maravillaban y de quietudes asombrosas; de paisajes infinitos y gélidos amaneceres que cobijaban el alma. 

Ahí conocí historias de fantasmas relatadas a la luz de las velas que alimentaban mi anhelo por saber si algo de aquello era cierto y podía conocerlo por mí mismo, aunque todo quedó en meras intenciones.

Desde entonces fui acumulando un cariño especial por esa tierra y sus detalles que, a pesar de los años, quedan como testigos silenciosos de las vivencias convertidas en recuerdos, de instantes tatuados en la memoria.

Hoy los árboles ya no son gigantes que esperan en la oscuridad y las historias fantasmales no existen más, pero es bueno saber que el asombro por estar ahí perdura y el paso del tren tiene vigencia, que los tejados subsisten entre fachadas de modernidad y el aire se respira distinto, que el cielo puebla el horizonte y el morado jacaranda se renueva siempre puntual y perfecto.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...