La lluvia que arreciaba sobre la calle Madero dibujaba una grisáceas cortina entre la cual apenas se percibían las fachadas de los edificios históricos. Con cada paso protegido por un insuficiente paraguas, Helena y Alex esquivaban charcos mientras repasaban con emoción las imágenes tomadas minutos antes.
—¿Ves? Te dije
que era buena idea venir a esta hora.
—Sí, eso de tomar
fotos de madrugada sonaba ridículo, pero logramos excelentes tomas; esta zona
de la ciudad tiene una magia muy especial antes del alba.
Luego de algunas
cuadras, atrás dejaron el Zócalo con su imponente catedral, un palacio y los
vestigios arqueológicos que resguardan leyendas de un pasado perdido en el
tiempo. Casi al llegar a la avenida principal, la calle se mostró completamente
vacía, la lluvia cesó de tajo y una gran luna llena puesta en lo alto del cielo
iluminó el entorno, mostrando así una postal única que no podían desaprovechar.
—¿Ya viste la
calle? Rápido, pásame el tripié —sugirió Alex con voz
emocionada, sin cuestionarse el fenómeno que acababan de atestiguar.
Colocó el
paraguas a un costado y con rapidez montó la cámara. Helena se acercó para
asegurarse de que el encuadre fuera perfecto y sin vacilar presionó el botón
para capturar la imagen. El aparato guardó el archivo gráfico y al revisarlo,
sólo se mostró un color negro que llenaba la pequeña pantalla.
—¿Pero qué sucedió? —cuestionó Helena con
extrañeza— Aquí no se observa nada.
Alex giró la
cámara para confirmar con asombro que, efectivamente, sólo una tonalidad
oscura se visualizaba en el rectángulo digital.
—Esto es muy
raro, intentemos otra vez —se apresuró a colocar la cámara mientras la luna se
ocultaba para dejar la calle en penumbra.
La segunda toma
pareció tener mejor resultado, aunque aquello que reflejaba mostró algo
misterioso: una silueta debajo del farol colocado en lo alto de la esquina, al
parecer de un hombre ataviado con sombrero y gabardina que ocultaba sus pies. Sin
voltear a verlos, señaló hacia el frente y caminó algunos pasos para después
perderse en una bruma que flotaba a un costado de la calle.
—¿Viste eso?
—musitó Helena mientras ambos permanecían en total asombro.
—¿Quién es esa
persona? ¿Por qué no la vimos si estaba ahí? —respondió Alex con más
interrogantes.
Con la única luz proveniente
del farol, se acercaron hacia el lugar donde lo vieron desaparecer y tras la
bruma, el Templo de San Francisco apareció en oscuridad y con la puerta
abierta. Se miraron uno al otro, sin decir palabra alguna, y continuaron
avanzando lentamente hasta llegar a la entrada del recinto sagrado.
—Ahí, mira —señaló
Alex hacia una banca cercana al altar.
Apenas
perceptible, una persona sentada se veía a unos metros de ellos, en silencio y
sin moverse. Un estado de confusión los invadió. De repente, aquella figura encendió
una luz tenue, de veladora quizás, y comenzó a murmurar lo que parecía una
oración.
—¿Escuchas lo que
dice? —preguntó Helena en voz baja.
—Es como si
estuviera rezando, pero no le entiendo nada —respondió Alex con cierto nerviosismo.
Así pasaron algunos segundos hasta que nuevamente todo quedó en silencio y se escuchó un
leve soplido: la luz de la veladora fue apagada y el humo se desvaneció en el
aire.
—También deberían
rezar por sus almas —les dijo una voz ultraterrena—.
Paralizados por
el miedo, observaron cómo aquella silueta volteaba y desde su asiento, con una
mirada rojiza fija sobre ellos, soltó una risa que invadió hasta el rincón más
recóndito del templo. Sólo atinaron a correr para escapar y al cruzar la
salida, nuevamente en la calle Madero envuelta en oscuridad, el flash de la
cámara disparó su luz y nunca más se supo de ellos.
“¡Lleve su libro
de leyendas del Centro Histórico!”, se escucha entre el bullicio del atardecer un
sábado cualquiera sobre la banqueta afuera de la catedral.
—¿A cuánto,
joven? —cuestionó un turista atraído por la fascinación de las narraciones.
—Llévelo a 50
pesos. Mire, chéquelo, está bien interesante y trae muchas historias.
El lector lo tomó
para hojearlo y conocer de un vistazo el contenido del mencionado libro.
—La Calle de la
Quemada, la Llorona, la Casa de los Azulejos… los clásicos. ¿Y cuál es esta?
¿El farolero? Nunca la había escuchado.
—Este el único
libro que la menciona y lo tengo yo. ¿No le parece interesante? —dijo el vendedor
con una extraña sonrisa en su rostro.
—¿Y de qué trata?
A ver, gánese la venta —respondió con otra sonrisa el turista.
—En la época colonial,
cuando no había alumbrado eléctrico en la calle, existió un personaje que
encendía los faroles al caer la noche y ahí nació el nombre de su oficio; se le
veía de sombrero, abrigo, pantalón y botines. Pero además era vigilante
porque lidiaba con asaltantes y borrachos. ¿Ve usted al fondo de esa calle? —señaló
hacia Madero— Por allá era el recorrido de don Miguel, un farolero al que
una noche asesinaron para robarle. Dicen que al otro día encontraron su cuerpo
en un terreno que ahora es el templo y nunca agarraron a quienes lo mataron. Pues
en las noches de luna regresa para rezar por su alma y llevarse a quienes se cruzan
por su camino, pensando que son aquellos que lo mataron.
—Claro, y usted
cree todo eso —dijo el comprador en tono de burla.
—¿Usted no? —reviró
ágilmente el poseedor del libro.
—¿Por qué debería
hacerlo? Esas historias sólo son para dar miedo a los niños y se oyen bien
contadas en voz como la de usted que…
—Me llamo Miguel,
como el personaje de la leyenda; puede llamarme así —interrumpió sonriendo
nuevamente.
—Muy bien, señor Miguel.
¿Entonces creemos la tenebrosa leyenda del farolero que murió en manos de unos
extraños y ahora sale a penar y matar gente en las noches? Claro.
—Así es y ya va
siendo hora —dijo mientras abría el libro para mostrarle una imagen de dos personas en cuyos rostros se reflejaba un gran terror.
—¿Y por qué está
tan seguro?
—¿Ve esta fotografía
en el texto donde se describe la leyenda?
—¿Qué tiene de especial?
¿Por qué insiste en que le crea?—preguntó el turista, al tiempo que llegaba la
noche y caían las primeras gotas de una torrencial lluvia que se avecinaba.
—Porque yo mismo
tomé la foto.