lunes, 14 de noviembre de 2011

De boxeo, mafias y otros demonios

Entre chelas y pizza puestas sobre la mesa vi, la noche del sábado y por primera vez en mi vida, una pelea de box de principio a fin. La cartelera presumía ser interesante, pues dos tipos de apellidos Márquez y Pacquiao se iban a tundir a golpes en un cuadrilátero de Las Vegas, pretexto suficiente para plantarnos frente a la pantalla chica. Y luego del inminente cotorreo entre cuates, en aquella sala hogareña reinó el silencio a causa de la expectativa puesta en la televisión: sonaba el campanazo del round número 1.

Ambos estudiaban sus movimientos y el respeto mutuo imperaba entre las cuerdas. Los golpes certeros eran escasos, pero con el paso de los capítulos aparecían cada vez más en los puños mexicanos que impactaban la humanidad rival. El filipino de bigote y barba, casi elevado al rango de semidiós boxístico, poco a poco se empezaba a caer de su pedestal ante un tricolor que demostraba su excelente entrenamiento para enfrentar a quien era favorito en las apuestas. En su rostro se notaba preocupación y no encontraba la manera de descifrar la pelea que Márquez le planteaba. Los rounds se esfumaban y la diferencia se hacía cada vez más notoria: Juan Manuel iba derechito y sin escalas a arrebatarle el campeonato mundial.

Sonó entonces la campana que clausuró el último episodio y las imágenes contrastantes hablaban por sí mismas: en una esquina, los brazos en alto de quien se sabía rotundo vencedor, y en la otra, un tipo arrodillado con rezos invadiendo sus labios. Todos sabíamos el resultado… o al menos eso pensábamos.

Y aquí fue donde los malos de la historia se hicieron presentes, aquellos sujetos disfrazados de jueces a quienes les importó un bledo lo deportivo y se inclinaron por otros intereses. Sus tarjetas le dieron la victoria a Pacquiao y la ilusión se vino abajo. El todavía campeón sonreía fingidamente, mientras su contraparte se notaba sorprendido y molesto. No era para menos. La preparación de meses se había ido a la basura gracias a los “expertos” para calificar la contienda.

Lástima por Manny, él no necesita ese tipo de farsas. Se hubiera convertido en un gigante si hubiese aceptado su derrota y dado a Márquez el título, aunque los jueces dijeran otra cosa, y de paso dar una lección de humildad, aquella que, según dicen, ha sido parte de su persona a lo largo de su vida; la prensa mundial presumiría la victoria de uno y la grandeza del otro. Pero no ocurrió. A veces el “fair play” tiene un costo demasiado alto y en Las Vegas parece estar muy bien cotizado.

No quedó, pues, más que recitar un par de groserías teñidas de recordatorios maternos y seguir entrándole con singular alegría a las chelas y a la pizza. Al diablo con mentiras deportivas y jueces invadidos de mafia, no quería que eso me provocara indigestión. Lo siento por Pacquiao, ya quiero ver con qué cara se vuelve a subir a un ring; mi respeto y admiración para Márquez, y que los jueces puedan limpiar el cochambre de sus conciencias. Ahora entiendo por qué Las Vegas es un mundo de fantasía.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...