miércoles, 7 de noviembre de 2012

It's late



Por el puro gusto de escuchar aproximadamente 100 veces una canción, he llegado a convencerme que "It's late" (original de Queen, pero magistralmente interpretada por John Bush y Scott Ian, de Anthrax) está hecha justo a la medida de este sujeto que ahora escribe.

Son de esas pedradas musicales que uno acepta a altos decibeles retumbándole en los oídos mientras la memoria apunta a cierta persona que, dicho sea de paso, le sacude a uno las neuronas de fea forma. Como sea, Brian May se voló la barda al componer semejante rola y ahora, 35 años después de su nacimiento, alguien la reproduce interminablemente.

Son de esas historias que en 6:17 resumen aquello que a veces quieres gritar a todo pulmón aunque los vecinos te odien por quebrantarles su tranquilidad unos instantes, pero créanme, en verdad lo vale. Y si por mera curiosidad buscan la letra de la susodicha canción para revelar lo que a este tipo le pasa por la cabeza, sólo les pido un gran favor: súbanle al volumen hasta que las bocinas imploren piedad, de lo contrario no surtirá efecto.

Finalmente, y a manera de confesión, acepto mis debilidades respecto al tema, pero como decía mi hermano al verme despertar los domingos a las 5 de la mañana para ir a correr: ¡Qué necesidad! Bueno, ya, no presumo demasiado de ello, vayan a pensar que estoy más loco de lo que aparento.

En fin, si alguien la ve (que no creo), la conoce (lo cual dudo demasiado) o sabe de ella (igualmente imposible), díganle que en este universo atiborrado de planetas, estrellas, constelaciones, astros, basura espacial y demás artilugios de uso cotidiano, existe un loco que corre que la quiere bien y lo demás es lo de menos.

¡Pero lo olvidaba! Y aquí es donde nuevamente entra en escena la mentada pero extraoridania rola: It's late, it's late, it's late, it's late, it's late, it's late, it's late... ¡Ooooh, so too late!

NOTA: para plasmar esta sincera verborrea, no fue necesaria una jarra de cebada ni cinco litros de pulque, rompope, ron, tequila, tepache o cualquier bebida espirituosa que hiciera dudar de mi cordura (elemento que, desde luego, no existe en mi persona). Todo se lo debo a una persona que me fomenta la locura y a pesar de la distancia, el tiempo y las historias, habita en mi mente sin saber por qué.

Eso sí, de lo único que me congratulo es del marcador hasta ahora: Alejandro 1-0 Psicología. ¡Freud, no eres invencible! Y vámonos porque faltan otras 100 veces por escuchar la canción (lo que hacen ocho letras)...

martes, 14 de agosto de 2012

Kilómetros de montaña y aventura


Cinco de la mañana y la lluvia no cesaba. “¿Así vamos a correr en la montaña?”, pensé. Entonces dimensioné el tamaño del reto que venía: si el Maratón Rover tiene su fama bien ganada, debe ser por algo. ¡Órale, menos quejas y más actitud! ¡Vamos por esos 42 kilómetros!

Armado con camelbak, cinturón de hidratación, un par de geles y popotes con miel, salí de casa y en el camino al arranque empezó el desfile de dudas en mi mente: ¿me habrá faltado entrenamiento?, ¿cómo nos tratará el clima?, ¿y si me caigo en un charco y no sé nadar?, ¿habrá quesadillas en el puesto de abastecimiento de Tres Marías?, ¿y si me pierdo y acabo en La Marquesa? ¿existirá la Bruja de Blair en esos bosques?, ¿cuántas ampollas sumaré a mi colección? ¡Al diablo con todo! Mejor corramos y disfrutemos, el resto no importa.

Uno a uno fuimos llegando, nos saludamos, tomamos la foto de rigor y nos agrupamos en la salida. Se anunció el arranque y comenzaba la aventura. En medio de la oscuridad, nuestros pasos cimbraron el asfalto para después dar cabida a la sobredosis de montaña que nos esperaba.

Nos internamos en la lluvia y la neblina los primeros kilómetros. Cuesta arriba, el entorno por momentos tomaba tintes fantasmagóricos pero espectaculares. Cobijados por el frío, en la quietud de la montaña nuestros pasos no se detenían y presumían fortaleza para seguir adelante.

La primera escala, el Arco de Piedra, me era familiar y disfruté mucho a su llegada, pues en repetidas ocasiones había estado en ese territorio vía ciclopista. Ahí me detuve un instante, respiré el paisaje, me hidraté y continué. Esto apenas comenzaba y las pulsaciones, al igual que la altimetría, iban cada vez más en aumento.

Poco a poco nos alejamos de la ciudad y a través de serpenteantes veredas el trayecto marcado nos invitaba a disfrutar su ruta. Caminábamos y trotábamos, no más, porque había que dosificar el esfuerzo. Alrededor nuestro, el pasto dejaba ver la escarcha en sus puntas, consecuencia de la baja temperatura que nos envolvía; la respiración se agitaba y una larga fila de corredores se dejaba ver a lo largo del sendero.

A continuación, los Llanos del Pelado inundaron mis pupilas con una extraordinaria postal: verde por doquiera acompañado de un cielo azul fantástico. Palabras me faltan para describir ese momento que todavía recreo en mi mente. Pero llegó el cerro del mismo nombre y entonces sí, el aliento casi se me esfuma por el esfuerzo que representó acabar con esa subida que nos llevó al kilómetro 18.  Habíamos conquistado la cima, ahora venía la bajada.

Con las piernas más sueltas, incrementé un poco el ritmo, aunque después bajé nuevamente la intensidad ante el desnivel del terreno y sus piedras esparcidas a lo largo y ancho del camino. En algunos tramos nos abrimos paso entre la hierba y algunos troncos atravesados en la ruta; hasta ese punto la carrera se tornaba muy interesante. Mejor, imposible.

Más adelante, en Fierro del Toro, un grupo de personas alentaba a los corredores en ese poblado pintoresco mientras yo ya estaba “entonado” de kilometraje para seguir moviendo las piernas. No había dolor, tampoco cansancio; iba a todo dar y feliz cual si fuera niño en día de campo.

Cinco kilómetros después, en Tres Marías, el momento fue muy especial: escuché un par de gritos con mi nombre diciendo “¡vas bien, vas bien!”. Eran los amigos de entrenamientos, de carreras, de experiencias compartidas. Entonces mi energía recobró su forma y no hubo pared alguna que me detuviera. Crucé la carretera, me interné nuevamente en la montaña y a través de senderos estrechos corrí el resto de la competencia entre humedad y piedras.

Brinqué charcos, me caí, me levanté, recordé, soñé, canté, grité, llené los tenis de lodo, fui más allá de mis límites y me ilusioné. Cuando corres un maratón, y particularmente en montaña, llega un momento en que el asunto se vuelve más mental y espiritual que físico. Algunos dicen que es una locura, pero bien vale la pena olvidar la cordura en casa por algunas horas para experimentar ciertos desafíos; hay que ponerle sabor a la vida.

“¡Una vuelta a Cuemanco y llegamos!”, escuché decir a un amigo: sólo cinco kilómetros nos separaban de la meta. Vi así los últimos senderos boscosos, la tierra mojada, la hierba esparcida y los caminos que se ampliaban y estrechaban en cuestión de metros.

Y cuando el cronómetro sumaba seis horas, apareció el Estadio Centenario; faltaba únicamente una vuelta a la pista para cumplir el reto. Entonces vi cercana la meta, esos metros finales donde corres tan fuerte como puedes, esos segundos que quisieras fueran eternos, esa sensación única e inexplicable. Porque cada maratón es diferente aunque la distancia sea la misma; es una batalla ganada a ti mismo, porque detrás de ese instante hay cientos de horas de entrenamiento, alegrías y sacrificios. Al final, sabes que todo valió la pena.

Mis amigos ya esperaban con su grito de aliento, el abrazo de felicitación, la sonrisa contagiosa, una cerveza para celebrar y las dos palabras que ansías escuchar desde el inicio de la carrera: “lo lograste”.

lunes, 7 de mayo de 2012

Debate digno del olvido

Ayer, en punto de las 8 de la noche, el televisor fue centro de atención para millones de mexicanos que esperábamos ver un show bastante interesante. Y aunque yo pronosticaba un debate decepcionante, donde el ataque estaría por encima de las propuestas, decidí plantarme en el sillón y comportarme como el ciudadano ávido de respuestas para un país que tambalea en diversos ámbitos sociales. 

El programa dio inicio y la primera sorpresa apareció ante nuestros ojos: una edecán cuyo prominente escote daba cuenta del espectáculo que a continuación tendría cabida frente a las cámaras. Detalle fuera de lugar, desde luego. ¿Una playmate en un evento donde se confrontarían ideas entre candidatos a la presidencia? ¿Quién tuvo la brillante idea de ponerla ahí? ¿Aquel lugar era un salón para debatir o un centro de espectáculos para adultos? Como sea, la chica y sus medidas se robaron la noche y, lamentablemente, para muchos esos 30 segundos fueron lo más rescatable de aquellas dos horas en televisión. 

Después, bastaron sólo 60 minutos para conocer el lavadero más caro del país, pues los dimes y diretes fueron el hazme reír de la noche, con personajes que ni Bram Stoker hubiera soñado en sus mejores momentos de gloria para escribir cuentos de terror. De la nada aparecieron nombres como Santa Ana, Montiel, Salinas, Paulette y Bejarano; entraron en escena fotografías y supuestos datos que echaban tierra al adversario; uno de ellos, a falta de propuestas, se dedicó a dar clases de historia; otros más, aferrados a preguntas sin respuestas, se atacaban como párvulos; y uno, sólo uno, tomó su papel más o menos en serio (aunque ni con eso le alcanzará en las urnas). 

¿Y cuál es la moraleja entonces? Que México no necesita ni merece espectáculos de semejantes dimensiones, pues algo que en el papel tenía tintes de seriedad terminó por convertirse en una caricatura. Las ideas brillaron por su ausencia y, al menos yo, no veo un candidato digno de confianza. Mi voto continúa instalado en el limbo y la pregunta ahora es quién es el menos peor. Anoche ganó la edecán y perdió México; ganaron los ataques y perdieron las propuestas; ganaron las burlas y perdió la seriedad. ¿Y para eso tanto pleito de que si se transmitía el debate o el futbol?

Desafortunadamente seguimos en las mismas, sin rumbo claro y con discursos huecos, carentes de sentido. Limitarnos a elegir entre cuatro propuestas (por llamarles de alguna manera) es absurdo y nada viable, pero es el precio de la “democracia”. El 1 de julio veremos el desenlace de este show, pero no auguro algo digno de celebrar. Y como lo dije algunas vez y hoy lo repito, quizás la respuesta no esté enfundada en traje y corbata, sino en cada uno de nosotros como ciudadanos; hagamos, pues, que esta premisa se convierta en realidad.

lunes, 9 de abril de 2012

Creí que eras infinita

La noche tibia de aquel día sabía que no buscaba nada ni a nadie, pero apareciste. No había razón alguna para estar ahí ni pretexto que valiera los 20 minutos en ese sitio, pero me quedé. La distancia, que parecía eterna, de repente se hizo menos y los prejuicios se derrumbaron en segundos. Palabras más, palabras menos y la historia empezaba a tener sentido. El resto fue un andar que rayaba en la perfección y mantenía su cuota diaria de sorpresa, de ánimo y adrenalina. Era simple: la felicidad tenía vigencia y no necesitaba explicación, existía y punto; el resto no importaba.

Nos divertíamos venciendo a la rutina hasta que un día ella nos venció a nosotros y no metimos las manos para evitarlo. Las risas cambiaron de tono, las palabras escaseaban en respuestas y los silencios empezaron a echar raíces. Mentir se convirtió en tu deporte favorito y disimularlo fue mi ejercicio de costumbre.

Entonces comenzó el desfile inminente de porqués, el exceso de dudas y la extinción de certezas, la culpa visceral y las ganas absurdas de querer curarlo todo con un simple abrazo; desear que se tratara de un mal sueño del cual despiertas y apenas atinas a reír cuando notas que fue sólo eso. Pero no. La realidad fue más implacable y no presagiaba un buen final para este cuento.

“Es que tú…” se multiplicaba en nuestros oídos y remediarlo todo ya importaba nada. Nuestras voluntades viajaban en sentido contrario, sin retorno. Escuché decirte adiós igual que en la primera cita, con la diferencia que esta vez sería para siempre; entonces descubrí que esas cinco letras juntas son las más contundentes del alfabeto, capaces de herir más que el mismo olvido. Ni la luz de tu voz ni el eco de tu mirada me pertenecían más y debía acostumbrarme a ello.

Y fue justo ahí cuando deseaba que la psicología se apoderara de mi voluntad minimizada y echaba mano de su teoría para tratar de ver un poco de luz en medio del abismo. La repetición de frases trilladas e inverosímiles fue en vano. “No hay mal que dure cien años”, “no te merecía”, “ya encontrarás a alguien mejor”… palabras huecas y con significado escaso, muy escaso. Al final, todo me llevaba a la misma pregunta: ¿quién te enseña a sobrevivir a cataclismos como este? Nunca obtuve la respuesta.

Pero un día, harto de lacerar mi autoestima con altas dosis de rencor e incertidumbre, me enteré que después del fondo ya no había más para dónde excavar, así que decidí escribir. Escribí tu nombre cuantas veces pude hasta que no pude más; escribí los deseos marchitos, la nostalgia de tu ausencia y el principio del fin de esta historia; escribí hasta que el olvido se apoderara de lo que fuimos, hasta que mi memoria respecto a ti se volviera inerte y tu partida no doliera más; escribí…

Y lo que comenzó aquella noche como una mezcla de miradas coincidentes, la mímica de un promisorio acercamiento y las consecuencias de regalarte un ramillete de verbos y adjetivos —de flores no porque las detestas, por fortuna esa vez no llevaba ninguna—, hoy sólo tenía cabida para un punto final. No había de otra, no quedaba duda. “’Hasta la próxima’, sería la última mentira”, escribió un autor, ¿acaso inspirado en nosotros?

El destino nada tuvo que ver en esto. Quienes se escudan en él pecan de cobardía para asumir sus actos; por fortuna no fue nuestro caso. Quizás me enamoré demasiado o tal vez no te quise lo suficiente; quizás me apoderé de tus miedos, en ese afán de compartirlo todo, y al final éstos se apoderaron de ambos; o tal vez estuvimos juntos lo necesario para aprender una lección.

Quedan las palabras en vilo, el beso en pausa, la promesa de tu cuerpo, el desánimo de la despedida, el adiós perpetuo. Simplemente creí que eras infinita; sencillamente me equivoqué. Hoy sólo me quedo con tu recuerdo, tú quédate con lo que quieras de esta historia.

lunes, 9 de enero de 2012

Una estela de vergüenza

Pues finalmente se inauguró la Estela de luz, ese montón de placas apiladas cual si fuera un Jenga de 104 metros de altura que tiene detrás de sí más defectos que virtudes. Y razones de sobra tenemos para dedicarle el Premio Nobel a la obra arquitectónica más absurda de la Ciudad de México, pues basta con mencionar los mil millones de pesos tirados a la basura en su honor, el retraso de 15 meses para su entrega y las sanciones por corrupción que valieron el despido de algunos funcionarios involucrados en su construcción.

¿Y cuál es el chiste de la famosa Estela? “Tener un monumento en el que todos los mexicanos podemos identificarnos; una obra que significa la grandeza de nuestra nación, la esperanza de paz y de unidad nacional, y la luz que debe irradiar siempre sobre la patria”, según la sublime verborrea del presidente nacional. Creo que desde que el mandamás gringo se echó un discurso antes de salvar al planeta en la película El día de la independencia no había experimentado un sentimiento tan patriotero como ese. Voy por mis pañuelos desechables porque empiezo a moquear.

Imagino el gran debate en torno a qué obra justificaría la conmemoración de la independencia mexicana: “Señores, estamos aquí reunidos para discutir la obra magna que será el ícono bicentenario de nuestra nación, la figura que significará la memoria histórica de las futuras generaciones y… ¡Estelaaa, cambia los fusibles que se fue la luz y tráenos otras chelas! Fin de la historia.

Y por más que le busco el lado amable al asunto, mucho me temo que jamás lo encontraré. Se supone que la torre esa con cara de Suavicrema era el pretexto para conmemorar el bicentenario de la independencia nacional, pero los cálculos fallaron y se volvió el peor dolor de cabeza para muchos. Hasta Miguel Hidalgo se hubiera muerto nuevamente si supiera que semejante bodrio está dedicado a su memoria; mejor hubiera sido llevarle flores a su tumba y agradecerle su atrevimiento de tomar las armas.

Ya ni mencionar que quienes pasamos diario por la zona debimos experimentar la adrenalina de cruzar un improvisado puente metálico que se tambaleaba a 8 grados Richter y por eso algunos optaban por atravesar entre los autos: lo mismo daba ser atropellado que caer de las alturas. ¿O qué tal cuando caminamos a oscuras sobre la banqueta de Reforma porque las lámparas están fundidas, paradójicamente, frente a la susodicha Estela y a una cuadra de la CFE?

¿Acaso la miopía extrema invade a las autoridades? ¿El presidente y sus allegados no sabrán que existen zonas donde el agua, la educación y los servicios de salud llegan a cuentagotas a la población? ¿Entonces por qué derrochar dinero en caprichos que sólo simbolizan vergüenza y falta de respeto para los más necesitados? Mil millones de pesos bien pueden aprovecharse en otros rubros, pero no, las ideas brillantes a veces son incompatibles con las mentes políticas.

Al rato veremos un arco monumental sobre Periférico dedicado al campeón del futbol mexicano de cuarta división o un obelisco en Insurgentes en memoria del soldado caído en la batalla del Monte de las Cruces que combatió con una resortera.. con eso que sobran pretextos para gastar dinero, pues a sacar la billetera en nombre del absurdo nacional.

Nada más falta ver el recibo de luz que pagará “Estelita”. Y si de algo vale nuestra inconformidad, por lo menos pidamos que le pongan focos ahorradores, porque seguramente nuestros impuestos mantendrán encendido el tremendo monolito hasta que otra brillante idea cobre forma.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...