Cinco de la mañana y la lluvia no cesaba. “¿Así
vamos a correr en la montaña?”, pensé. Entonces dimensioné el tamaño del reto
que venía: si el Maratón Rover tiene su fama bien ganada, debe ser por algo. ¡Órale,
menos quejas y más actitud! ¡Vamos por esos 42 kilómetros!
Armado con camelbak, cinturón de hidratación, un
par de geles y popotes con miel, salí de casa y en el camino al arranque empezó
el desfile de dudas en mi mente: ¿me habrá faltado entrenamiento?, ¿cómo nos
tratará el clima?, ¿y si me caigo en un charco y no sé nadar?, ¿habrá
quesadillas en el puesto de abastecimiento de Tres Marías?, ¿y si me pierdo y
acabo en La Marquesa? ¿existirá la Bruja de Blair en esos bosques?, ¿cuántas
ampollas sumaré a mi colección? ¡Al diablo con todo! Mejor corramos y disfrutemos,
el resto no importa.
Uno a uno fuimos llegando, nos saludamos, tomamos
la foto de rigor y nos agrupamos en la salida. Se anunció el arranque y
comenzaba la aventura. En medio de la oscuridad, nuestros pasos cimbraron el
asfalto para después dar cabida a la sobredosis de montaña que nos esperaba.
Nos internamos en la lluvia y la neblina los
primeros kilómetros. Cuesta arriba, el entorno por momentos tomaba tintes fantasmagóricos
pero espectaculares. Cobijados por el frío, en la quietud de la montaña
nuestros pasos no se detenían y presumían fortaleza para seguir adelante.
La primera escala, el Arco de Piedra, me era
familiar y disfruté mucho a su llegada, pues en repetidas ocasiones había
estado en ese territorio vía ciclopista. Ahí me detuve un instante, respiré el
paisaje, me hidraté y continué. Esto apenas comenzaba y las pulsaciones, al
igual que la altimetría, iban cada vez más en aumento.
Poco a poco nos alejamos de la ciudad y a través de
serpenteantes veredas el trayecto marcado nos invitaba a disfrutar su ruta.
Caminábamos y trotábamos, no más, porque había que dosificar el esfuerzo. Alrededor
nuestro, el pasto dejaba ver la escarcha en sus puntas, consecuencia de la baja
temperatura que nos envolvía; la respiración se agitaba y una larga fila de
corredores se dejaba ver a lo largo del sendero.
A continuación, los Llanos del Pelado inundaron mis
pupilas con una extraordinaria postal: verde por doquiera acompañado de un
cielo azul fantástico. Palabras me faltan para describir ese momento que
todavía recreo en mi mente. Pero llegó el cerro del mismo nombre y entonces sí,
el aliento casi se me esfuma por el esfuerzo que representó acabar con esa
subida que nos llevó al kilómetro 18. Habíamos conquistado la cima, ahora venía la bajada.
Con las piernas más sueltas, incrementé un poco el
ritmo, aunque después bajé nuevamente la intensidad ante el desnivel del
terreno y sus piedras esparcidas a lo largo y ancho del camino. En algunos
tramos nos abrimos paso entre la hierba y algunos troncos atravesados en la
ruta; hasta ese punto la carrera se tornaba muy interesante. Mejor, imposible.
Más adelante, en Fierro del Toro, un grupo de
personas alentaba a los corredores en ese poblado pintoresco mientras yo ya
estaba “entonado” de kilometraje para seguir moviendo las piernas. No había
dolor, tampoco cansancio; iba a todo dar y feliz cual si fuera niño en día de
campo.
Cinco kilómetros después, en Tres Marías, el
momento fue muy especial: escuché un par de gritos con mi nombre diciendo “¡vas
bien, vas bien!”. Eran los amigos de entrenamientos, de carreras, de
experiencias compartidas. Entonces mi energía recobró su forma y no hubo pared
alguna que me detuviera. Crucé la carretera, me interné nuevamente en la
montaña y a través de senderos estrechos corrí el resto de la competencia entre
humedad y piedras.
Brinqué charcos, me caí, me levanté, recordé, soñé,
canté, grité, llené los tenis de lodo, fui más allá de mis límites y me
ilusioné. Cuando corres un maratón, y particularmente en montaña, llega un
momento en que el asunto se vuelve más mental y espiritual que físico. Algunos
dicen que es una locura, pero bien vale la pena olvidar la cordura en casa por
algunas horas para experimentar ciertos desafíos; hay que ponerle sabor a la
vida.
“¡Una vuelta a Cuemanco y llegamos!”, escuché decir
a un amigo: sólo cinco kilómetros nos separaban de la meta. Vi así los últimos
senderos boscosos, la tierra mojada, la hierba esparcida y los caminos que se ampliaban
y estrechaban en cuestión de metros.
Y cuando el cronómetro sumaba seis horas, apareció
el Estadio Centenario; faltaba únicamente una vuelta a la pista para cumplir el
reto. Entonces vi cercana la meta, esos metros finales donde corres tan fuerte
como puedes, esos segundos que quisieras fueran eternos, esa sensación única e
inexplicable. Porque cada maratón es diferente aunque la distancia sea la misma;
es una batalla ganada a ti mismo, porque detrás de ese instante hay cientos de
horas de entrenamiento, alegrías y sacrificios. Al final, sabes que todo valió
la pena.
Mis amigos ya esperaban con su grito de aliento, el
abrazo de felicitación, la sonrisa contagiosa, una cerveza para celebrar y las
dos palabras que ansías escuchar desde el inicio de la carrera: “lo lograste”.
Muy cierto....cada una de las sensaciones descritas y mejor narradas desde tu perspectiva..algo unico, diferente y significativo que perdurara por el resto de nuestra existencia. ....porque te deja marcado, ya sea por ser la primera vez o porque talvez la siguiente siempre tendra un sabor especial.....
ResponderEliminarmi hermno has crecido muchisisismo, desde aquella carrera en el circuito gandi , hoy estas muy cañon, de vdd, feliciades!!! esa es ruda , te felicito y q mejor manera de expresar como viviste , la carrera..por cierto si hubo quesadilla en 3 marias como parte del abastecimiento ? jajajajajaj suerte amigo , viene cd de mexico y monterrey animo y buena vibra
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