miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cien años universitarios; treinta momentos personales

Hoy, en el cumpleaños número cien de la UNAM, le rindo un homenaje a través de los treinta mejores momentos que he vivido en ella. Seguramente me quedaré corto al enumerarlos, pero son los que asaltan mis recuerdos en este momento (lo primero que viene a la memoria es lo más sincero):

El instante en que leí aquella carta que decía: “La Secretaría de Servicios Académicos tiene el agrado de comunicarle que ha sido seleccionado para ingresar a la Universidad Nacional Autónoma de México”.

Mi primer día de clases en el CCH Sur.

Las retas de futbol en las canchas y las visitas al Jardín Botánico, consecuencia de un extraordinario balonazo cuyo destino no era la portería.

Mi primera tarea: Esbozo de historia universal, de Juan Brom.

El olor de los libros en la biblioteca y el empastado azul de los textos.

Las escapadas académicas a lugares de interés (ahí nació mi gusto por la fotografía).

El tercer turno escolar; por mucho, el mejor de mi vida académica.

El menú de rigor al salir de la escuela: papas a la francesa y banderillas con cátsup y mostaza.

El saludo y la sonrisa de aquella chica vestida de amarillo el primer día de quinto semestre.

La prisa de las siete de la noche, los martes y viernes, para ver a la mujer arriba mencionada.

Las clases de Física y Biología.

Las horas libres dedicadas al descanso sobre el pasto de alguna jardinera.

El compañero Ricardo, fan de la NFL, que me plantó un balonazo en la cara porque, según él, “no le entendí la jugada”.

La procesión de Día de Muertos y la llegada a la Facultad de Medicina para ver la mega ofrenda. Desde entonces me adentré en el estudio de la tradición, hasta llevarla a mi tesis universitaria.

La carta de bienvenida a Ciencias de la Comunicación.

Mi primer día, a las siete de la mañana, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.

Los discursos políticos del Mosh en la explanada (de todo se aprende).

Mi primera y única gran jarra en la Facultad.

Las visitas a “las islas” para los encuentros futboleros.

Las horas de estudio en la Biblioteca Central.

Los 10 meses de huelga durante los cuales me rehusé a cambiar de universidad.

Rosalía Flores: profesora, amiga y asesora de tesis.

La “quema de batas” en la facultad de Química. ¡Sublime pachanga!

Los nervios el día de mi examen profesional, y mi titulación 45 minutos después.

La visita al Espacio Escultórico y a "la serpiente”.

El deleite auditivo del Huapango gracias al concierto de la OFUNAM en la Sala Nezahualcóyotl.

El deleite visual del Huapango gracias al Taller Coreográfico de Gloria Contreras en el teatro Carlos Lazo de la Facultad de Arquitectura.

El concierto de Queen Sinfónico de la OFUNAM y el coro Alpha Nova.

Los entrenamientos y las carreras nocturnas en el circuito universitario.

Vivir para presenciar los cien años de vida de nuestra universidad y gritar: ¡LARGA VIDA A LA UNAM!

martes, 21 de septiembre de 2010

Ni Chana ni Juana; simplemente, El Coloso

Emiliano Zapata, José Stalin, Luis Donaldo Colosio, Benjamín Argumedo, Vicente Fernández… no estoy jugando lotería sino barajando los posibles nombres para bautizar semejante mole de 20 metros carente de identidad alguna. Es que a quién se le ocurre hacer un “Coloso” sin ponerle, al menos, un divertido apodo. Su autor material, el escultor Juan Carlos Canfield, dijo que es un personaje medio perdido en la historia; no es guerrero, tampoco militar. Luego, la SEP aseguró que el monote no tiene nombre ni apellido. ¿Usted de qué le ve cara?

Pero aplaudo la intención, quizás involuntaria, de poner a desfilar un rompecabezas para reflejar lo que México es actualmente: una figura desarticulada (ni siquiera la espada que portaba está completa), sin color, con una mirada en blanco viendo a la nada, y que da cuenta del derroche económico bicentenario, consentido por unos cuantos, en aras de presumir la opulencia de la cual carecemos como sociedad. Si la intención fue esa, finalmente alguien se atrevió a plasmar la realidad, aunque sea en una figura de poliuretano.

Y para los que se preguntan dónde acabará instalado el Hombre X luego de su pasarela por el Paseo de la Reforma, todo parece indicar que será en la basura. Pero yo tengo una propuesta más sensata y menos fatalista: reciclarlo con el objetivo de utilizar su material para construir viviendas, o bien, ponerlo en adopción. ¿Qué tal promoverlo para comerciales de máquinas de afeitar? Otra alternativa es mandarlo a hacer casting a Hollywood y verlo próximamente combatiendo contra Godzilla en la pantalla grande.

En fin, el jolgorio ya terminó y ahora sólo resta esperar la siguiente centuria para ver qué nos depara el colosal destino. Tal vez para ese entonces la incógnita termine y se revele la identidad de tan polémica figura. Pero les doy un adelanto: el tipo que hoy es víctima de la polémica resultará ser el jinete del Caballo de Troya; de su interior emanarán insurgentes que combatirán el régimen establecido, y una nueva independencia se llevará al cabo. Todos serán felices y el tricentenario tendrá, efectivamente, una verdadera razón de ser.

Finalmente, de dos detalles estoy seguro: primero, quizás sea yo quien deba hacer casting para escribir guiones cinematográficos; y segundo, a menos que próximamente se descubra la fuente de la eterna juventud, no estaré presente para corroborar mi hipótesis. Qué lastima. Hubiera sido magnífico estar en primera fila para comprobar el hecho.

domingo, 19 de septiembre de 2010

1985: el rostro de la tragedia nacional

“Siete de la mañana, 19 minutos, 42 segundos: tiempo del centro de México. Sigue temblando un poquitito, pero pues vamos a tomarlo con una gran tranquilidad. Vamos a esperar un segundo para poder hablar”… y luego, nada. En ese momento, la voz de la conductora Lourdes Guerrero se apagó y la pesadilla comenzaba. Poco más de dos minutos bastaron para que la ciudad cayera de rodillas ante un sismo de 8.1 grados y la memoria de los mexicanos quedara tatuada por aquella fatídica fecha: 19 de septiembre de 1985.

“Algo había pasado. Nos sacaron a todos del metro y afuera todo estaba nublado, sólo veíamos una nube de polvo que cubría el cielo y a gente gritando”, comenta un testigo del peor terremoto acaecido en territorio nacional. El edificio Nuevo León de Tlatelolco estaba completamente destruido; el Hotel Regis, en ruinas; los edificios A1, B2 y C3 del Multifamiliar Juárez, derrumbados; el Centro Médico Nacional, reducido a escombros. La imaginación jamás había concebido una catástrofe de tal magnitud, pero en ese momento la realidad logró imponerle su sello. El equivalente a una detonación de 114 bombas atómicas, de 20 kilotones cada una, había hecho mella en suelo mexicano.

El recuerdo personal es vago. Mis papás dicen que íbamos rumbo a la escuela y, con cuatro años de edad en mi vida, no comprendía lo que pasaba. Al día siguiente, 20 de septiembre, una réplica inquietó tanto a mi familia como a los vecinos. “Agarra a tu hermano”, fue la orden repentina, y en brazos de mi papá bajé la escalera para finalmente levantar la mirada hacia el edificio, quizás esperando lo peor.

Las verdaderas cifras nunca fueron reveladas, pero se habla de más de 35 mil víctimas y 150 mil damnificados. Hubo escasez de agua, un colapso en las redes telefónicas del país, 880 edificios en ruinas, y el parque beisbolero del Seguro Social adaptado como morgue. La tragedia no respetó jerarquías, pues lo mismo se llevó entre sus manos a personas públicas (“Rockdrigo” González y Félix Sordo, entre ellos), que a otras más reconocidas únicamente por sus familiares y amigos.

Sin embargo, y a pesar del sombrío panorama que azotó al país, miles de civiles se convirtieron en héroes anónimos al donar su voluntad para remover escombros y rescatar a personas que incluso permanecieron sepultadas durante 10 días. Manos desconocidas se unieron con un mismo fin y las brigadas no se dejaron esperar. No importó la condición social, tampoco la profesión u oficio: México era uno solo, y sus ciudadanos, millones de altruistas que compartían el mismo dolor, pero también la misma esperanza.

Luego de 25 años del temblor que cimbró la conciencia nacional, debemos preguntarnos qué hemos aprendido. ¿Tenemos una eficaz cultura de la prevención? ¿En las escuelas es suficiente un “no corro, no grito, no empujo”? ¿Estamos realmente preparados para enfrentar un acontecimiento de tales dimensiones? Un cuarto de siglo atrás quedaron aquellas desgarradoras imágenes de las cuales hoy nos queda una triste herencia. ¿Cuál es la lección entonces?

Hoy, al echar un vistazo a las fotografías y videos del terremoto, aún me sorprende la capacidad destructora de la naturaleza; resulta inexplicable observar las toneladas de escombros convertidas en tumbas. No obstante, más allá de la desesperación y la zozobra, una improvisada organización permitió nuevamente el milagro de la vida a más de uno. Por todos ellos, víctimas y rescatistas, la memoria no debe morir; por todos ellos, el recuerdo debe ser permanente; por todos ellos, el 19 de septiembre no es un día más en el calendario.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Semblanza maratónica

Aquella mañana tenía un cúmulo de pretextos para no cumplir el objetivo: cansancio, dolor, posibles calambres, una pared, eventual deshidratación y agonía. Sin embargo, en mi mente me había tatuado cuatro letras y, a pesar de cualquier circunstancia, estaba convencido de que las vería llegar para levantar los brazos hacia ellas… porque de ahí al cielo sólo existe un paso.

El termómetro estaba a la baja, pero el grupo contagiaba una enorme vibra que hacía olvidar los escasos grados centígrados en el ambiente. Entonces un disparo al aire encendió mis sentidos; le puse play a mis piernas y el Ipod empezó a correr. La ansiedad en el cronómetro poco a poco se liberó para dar paso a una experiencia extraordinaria, mientras la vialidad se veía invadida únicamente por miles de piernas en busca del mismo fin.

El sabor del kilómetro uno fue muy especial, pues me hizo recordar mis inicios en este deporte y ahora, en mi primer maratón, la idea de verlo multiplicado por 42 era un sueño al alcance de mis piernas. Me armé de paciencia, mantuve un ritmo tranquilo pero constante y no solté las pulsaciones porque sabía que más tarde me harían falta. Avanzamos e invadimos el asfalto de una ciudad que abría los ojos en un domingo nublado. Las calles se tornaron diferentes: rostros familiares con gritos de apoyo, pancartas con letras llenas de vitalidad, manos extendidas que contagiaban energía, y un mar de metros que invitaban al mayor de nuestros retos. Puentes, avenidas y cruceros serían testigos del esfuerzo, la esperanza y la gloria.

Playeras y caras conocidas devoraban el trayecto. Se trataba de compañeros corredores con quienes los entrenamientos se convirtieron, más que en simples sesiones, en verdaderos momentos de aprendizaje. Estando ahí, compartiendo el mismo circuito, supe que todo había valido la pena y el triunfo sería uno mismo, más allá del tiempo final o las circunstancias individuales. “¡Vamos equipo!”, se convirtió entonces en una frase cuyos alcances sobrepasan cualquier obstáculo.

Así vi pasar los kilómetros mientras recordaba mis experiencias previas: mi primera carrera de 10, mi debut en medio maratón, mi marca en 26, pero cuando apareció el número 34 sabía que todo podía pasar. “Bienvenido a tu nueva experiencia”, me dije, pues nunca había dado un paso más allá de ese número, ni siquiera en entrenamientos. No había vuelta atrás. Me concentré, subí el volumen a la música y estaba dispuesto a apoderarme de los metros restantes. Kilómetro 36: un niño y una niña, ambos de aproximadamente seis años de edad, ayudaban emocionados a repartir bolsas con agua. Me acerqué y él me extendió su mano; me regaló líquido y al recibirlo sentí una extraordinaria vibra que me inyectó energía para continuar. Uno a uno vi caer los números y cuando arribé al 37 mis piernas querían entrar en conflicto con mi mente, pero ésta última ganó la partida. El 42 supo a gloria y algunos pasos adelante mis latidos se escuchaban más fuerte que el ambiente alrededor mío. El alfabeto resulta escaso para describir ese preciso momento…

Algunas personas dicen que antes de morir se presenta, en cuestión de segundos, un flash-back de momentos especiales en su vida. Ayer me sucedió lo mismo, pero en poco más de cuatro horas y, aunque mi corazón no se detuvo, comprendí que en circunstancias difíciles los recuerdos y todo cuanto ha sido parte de nuestra existencia pasada (bueno o malo) nos fortalece y acudimos a ello para seguir adelante. Así es el maratón: una dosis de preparación física mezclada con grandes cantidades de voluntad.

Las cuatro letras tatuadas en mi mente habían llegado; estaba justo bajo sus pies y en ese momento, cuando vi hacia arriba, levanté los brazos hacia ellas para no bajarlos nunca más. El objetivo se había cumplido.

¿Conocen una palabra que sea sinónimo de sueño hecho realidad? Yo sí, y se llama META.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...