“Siete de la mañana, 19 minutos, 42 segundos: tiempo del centro de México. Sigue temblando un poquitito, pero pues vamos a tomarlo con una gran tranquilidad. Vamos a esperar un segundo para poder hablar”… y luego, nada. En ese momento, la voz de la conductora Lourdes Guerrero se apagó y la pesadilla comenzaba. Poco más de dos minutos bastaron para que la ciudad cayera de rodillas ante un sismo de 8.1 grados y la memoria de los mexicanos quedara tatuada por aquella fatídica fecha: 19 de septiembre de 1985.
“Algo había pasado. Nos sacaron a todos del metro y afuera todo estaba nublado, sólo veíamos una nube de polvo que cubría el cielo y a gente gritando”, comenta un testigo del peor terremoto acaecido en territorio nacional. El edificio Nuevo León de Tlatelolco estaba completamente destruido; el Hotel Regis, en ruinas; los edificios A1, B2 y C3 del Multifamiliar Juárez, derrumbados; el Centro Médico Nacional, reducido a escombros. La imaginación jamás había concebido una catástrofe de tal magnitud, pero en ese momento la realidad logró imponerle su sello. El equivalente a una detonación de 114 bombas atómicas, de 20 kilotones cada una, había hecho mella en suelo mexicano.
El recuerdo personal es vago. Mis papás dicen que íbamos rumbo a la escuela y, con cuatro años de edad en mi vida, no comprendía lo que pasaba. Al día siguiente, 20 de septiembre, una réplica inquietó tanto a mi familia como a los vecinos. “Agarra a tu hermano”, fue la orden repentina, y en brazos de mi papá bajé la escalera para finalmente levantar la mirada hacia el edificio, quizás esperando lo peor.
Las verdaderas cifras nunca fueron reveladas, pero se habla de más de 35 mil víctimas y 150 mil damnificados. Hubo escasez de agua, un colapso en las redes telefónicas del país, 880 edificios en ruinas, y el parque beisbolero del Seguro Social adaptado como morgue. La tragedia no respetó jerarquías, pues lo mismo se llevó entre sus manos a personas públicas (“Rockdrigo” González y Félix Sordo, entre ellos), que a otras más reconocidas únicamente por sus familiares y amigos.
Sin embargo, y a pesar del sombrío panorama que azotó al país, miles de civiles se convirtieron en héroes anónimos al donar su voluntad para remover escombros y rescatar a personas que incluso permanecieron sepultadas durante 10 días. Manos desconocidas se unieron con un mismo fin y las brigadas no se dejaron esperar. No importó la condición social, tampoco la profesión u oficio: México era uno solo, y sus ciudadanos, millones de altruistas que compartían el mismo dolor, pero también la misma esperanza.
Luego de 25 años del temblor que cimbró la conciencia nacional, debemos preguntarnos qué hemos aprendido. ¿Tenemos una eficaz cultura de la prevención? ¿En las escuelas es suficiente un “no corro, no grito, no empujo”? ¿Estamos realmente preparados para enfrentar un acontecimiento de tales dimensiones? Un cuarto de siglo atrás quedaron aquellas desgarradoras imágenes de las cuales hoy nos queda una triste herencia. ¿Cuál es la lección entonces?
Hoy, al echar un vistazo a las fotografías y videos del terremoto, aún me sorprende la capacidad destructora de la naturaleza; resulta inexplicable observar las toneladas de escombros convertidas en tumbas. No obstante, más allá de la desesperación y la zozobra, una improvisada organización permitió nuevamente el milagro de la vida a más de uno. Por todos ellos, víctimas y rescatistas, la memoria no debe morir; por todos ellos, el recuerdo debe ser permanente; por todos ellos, el 19 de septiembre no es un día más en el calendario.
“Algo había pasado. Nos sacaron a todos del metro y afuera todo estaba nublado, sólo veíamos una nube de polvo que cubría el cielo y a gente gritando”, comenta un testigo del peor terremoto acaecido en territorio nacional. El edificio Nuevo León de Tlatelolco estaba completamente destruido; el Hotel Regis, en ruinas; los edificios A1, B2 y C3 del Multifamiliar Juárez, derrumbados; el Centro Médico Nacional, reducido a escombros. La imaginación jamás había concebido una catástrofe de tal magnitud, pero en ese momento la realidad logró imponerle su sello. El equivalente a una detonación de 114 bombas atómicas, de 20 kilotones cada una, había hecho mella en suelo mexicano.
El recuerdo personal es vago. Mis papás dicen que íbamos rumbo a la escuela y, con cuatro años de edad en mi vida, no comprendía lo que pasaba. Al día siguiente, 20 de septiembre, una réplica inquietó tanto a mi familia como a los vecinos. “Agarra a tu hermano”, fue la orden repentina, y en brazos de mi papá bajé la escalera para finalmente levantar la mirada hacia el edificio, quizás esperando lo peor.
Las verdaderas cifras nunca fueron reveladas, pero se habla de más de 35 mil víctimas y 150 mil damnificados. Hubo escasez de agua, un colapso en las redes telefónicas del país, 880 edificios en ruinas, y el parque beisbolero del Seguro Social adaptado como morgue. La tragedia no respetó jerarquías, pues lo mismo se llevó entre sus manos a personas públicas (“Rockdrigo” González y Félix Sordo, entre ellos), que a otras más reconocidas únicamente por sus familiares y amigos.
Sin embargo, y a pesar del sombrío panorama que azotó al país, miles de civiles se convirtieron en héroes anónimos al donar su voluntad para remover escombros y rescatar a personas que incluso permanecieron sepultadas durante 10 días. Manos desconocidas se unieron con un mismo fin y las brigadas no se dejaron esperar. No importó la condición social, tampoco la profesión u oficio: México era uno solo, y sus ciudadanos, millones de altruistas que compartían el mismo dolor, pero también la misma esperanza.
Luego de 25 años del temblor que cimbró la conciencia nacional, debemos preguntarnos qué hemos aprendido. ¿Tenemos una eficaz cultura de la prevención? ¿En las escuelas es suficiente un “no corro, no grito, no empujo”? ¿Estamos realmente preparados para enfrentar un acontecimiento de tales dimensiones? Un cuarto de siglo atrás quedaron aquellas desgarradoras imágenes de las cuales hoy nos queda una triste herencia. ¿Cuál es la lección entonces?
Hoy, al echar un vistazo a las fotografías y videos del terremoto, aún me sorprende la capacidad destructora de la naturaleza; resulta inexplicable observar las toneladas de escombros convertidas en tumbas. No obstante, más allá de la desesperación y la zozobra, una improvisada organización permitió nuevamente el milagro de la vida a más de uno. Por todos ellos, víctimas y rescatistas, la memoria no debe morir; por todos ellos, el recuerdo debe ser permanente; por todos ellos, el 19 de septiembre no es un día más en el calendario.
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