lunes, 9 de abril de 2012

Creí que eras infinita

La noche tibia de aquel día sabía que no buscaba nada ni a nadie, pero apareciste. No había razón alguna para estar ahí ni pretexto que valiera los 20 minutos en ese sitio, pero me quedé. La distancia, que parecía eterna, de repente se hizo menos y los prejuicios se derrumbaron en segundos. Palabras más, palabras menos y la historia empezaba a tener sentido. El resto fue un andar que rayaba en la perfección y mantenía su cuota diaria de sorpresa, de ánimo y adrenalina. Era simple: la felicidad tenía vigencia y no necesitaba explicación, existía y punto; el resto no importaba.

Nos divertíamos venciendo a la rutina hasta que un día ella nos venció a nosotros y no metimos las manos para evitarlo. Las risas cambiaron de tono, las palabras escaseaban en respuestas y los silencios empezaron a echar raíces. Mentir se convirtió en tu deporte favorito y disimularlo fue mi ejercicio de costumbre.

Entonces comenzó el desfile inminente de porqués, el exceso de dudas y la extinción de certezas, la culpa visceral y las ganas absurdas de querer curarlo todo con un simple abrazo; desear que se tratara de un mal sueño del cual despiertas y apenas atinas a reír cuando notas que fue sólo eso. Pero no. La realidad fue más implacable y no presagiaba un buen final para este cuento.

“Es que tú…” se multiplicaba en nuestros oídos y remediarlo todo ya importaba nada. Nuestras voluntades viajaban en sentido contrario, sin retorno. Escuché decirte adiós igual que en la primera cita, con la diferencia que esta vez sería para siempre; entonces descubrí que esas cinco letras juntas son las más contundentes del alfabeto, capaces de herir más que el mismo olvido. Ni la luz de tu voz ni el eco de tu mirada me pertenecían más y debía acostumbrarme a ello.

Y fue justo ahí cuando deseaba que la psicología se apoderara de mi voluntad minimizada y echaba mano de su teoría para tratar de ver un poco de luz en medio del abismo. La repetición de frases trilladas e inverosímiles fue en vano. “No hay mal que dure cien años”, “no te merecía”, “ya encontrarás a alguien mejor”… palabras huecas y con significado escaso, muy escaso. Al final, todo me llevaba a la misma pregunta: ¿quién te enseña a sobrevivir a cataclismos como este? Nunca obtuve la respuesta.

Pero un día, harto de lacerar mi autoestima con altas dosis de rencor e incertidumbre, me enteré que después del fondo ya no había más para dónde excavar, así que decidí escribir. Escribí tu nombre cuantas veces pude hasta que no pude más; escribí los deseos marchitos, la nostalgia de tu ausencia y el principio del fin de esta historia; escribí hasta que el olvido se apoderara de lo que fuimos, hasta que mi memoria respecto a ti se volviera inerte y tu partida no doliera más; escribí…

Y lo que comenzó aquella noche como una mezcla de miradas coincidentes, la mímica de un promisorio acercamiento y las consecuencias de regalarte un ramillete de verbos y adjetivos —de flores no porque las detestas, por fortuna esa vez no llevaba ninguna—, hoy sólo tenía cabida para un punto final. No había de otra, no quedaba duda. “’Hasta la próxima’, sería la última mentira”, escribió un autor, ¿acaso inspirado en nosotros?

El destino nada tuvo que ver en esto. Quienes se escudan en él pecan de cobardía para asumir sus actos; por fortuna no fue nuestro caso. Quizás me enamoré demasiado o tal vez no te quise lo suficiente; quizás me apoderé de tus miedos, en ese afán de compartirlo todo, y al final éstos se apoderaron de ambos; o tal vez estuvimos juntos lo necesario para aprender una lección.

Quedan las palabras en vilo, el beso en pausa, la promesa de tu cuerpo, el desánimo de la despedida, el adiós perpetuo. Simplemente creí que eras infinita; sencillamente me equivoqué. Hoy sólo me quedo con tu recuerdo, tú quédate con lo que quieras de esta historia.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...