jueves, 31 de diciembre de 2020

El nuevo despertar

 

A veces repasamos la historia y damos cuenta de episodios lejanos que son memoria de acontecimientos funestos y desde aquí, instalados en la lejanía, sencillamente damos vuelta a la página.

Hoy es diferente, pues resulta que nosotros somos parte de este capítulo llamado 2020 recordado a partir de ya por quienes estamos inmersos en la supervivencia de su agonía. El golpe de timón aconteció entre sus manos y marcó la pauta de un aprendizaje a punta de tragedia, pero también de sucesos que nos mantienen a flote.

Cambiamos las risas por las cifras, los planes por la incertidumbre, la rutina por el miedo y la libertad por las alertas. Pero seguimos, a pesar de los pesares y la marcha que a veces no muestra rumbo alguno. Tenemos a nuestros cercanos, aquí en casa o allá a la distancia; también a los que habitan en la memoria y acudimos para salvaguardarnos desde cualquier plegaria.

Al escribir estas líneas soy afortunado, como tú que también puedes leerlas. Agradezcamos, valoremos, entreguemos una lágrima en silencio y continuemos. Este ciclo fue extraordinario, inusual y cualquier adjetivo le quedaría corto; habrá que clausurarlo con el rigor del aprendizaje que nadie esperaba, pero nos llegó de golpe.

Que cada amanecer cobre nueva vida en nosotros y las ilusiones se mantengan vigentes. Los abrazos llegarán, así como el momento de sabernos libres nuevamente. Desde aquí van los buenos deseos, aquellos que cada fecha como esta se renuevan, pero hoy más que nunca necesitamos que trasciendan en realidad.

Encontraremos luz al final del túnel y ahí estará 2021.

sábado, 7 de noviembre de 2020

40

Fue un viernes a esta hora, según me cuentan. Sur de la ciudad, donde la historia comenzó y sigue vigente hasta hoy día. Alejandro, oficialmente puesto en nombre y quien hoy expresa con letras este andar, agradece al calendario, a la vida y a las personas queridas la compañía en lo físico o desde el recuerdo este 7 de noviembre.

Un recuento resultaría poco menos que imposible, pero valgan estas líneas para encontrar y compartir un poco de ánimo que ha sido minimizado estos tiempos donde las calamidades están a la orden del día. Hoy no, así lo decidí. Hoy la pausa es para abrazar desde la memoria a quienes el camino ha puesto más adelante y para sabernos cerca a pesar de las distancias los que seguimos aquí.

Hoy dediqué unos minutos para encontrarme con quien fui: aquel niño que siempre estuvo en deuda con las habilidades futboleras pero igual disfrutaba correr tras una pelota; el que jugaba libre en la calle y recorrió el catálogo de disfraces para cumplir en los festivales escolares; el mismo del raspón en la rodilla, de las caídas en bicicleta y los festejos infantiles siempre tan anhelados.

Tengo mucho que recordar y si me dieran a elegir otra vida, volvería a tomar la que tengo ahora, con el archivo de defectos y cualidades que traigo, los sinsabores y desamores, las alegrías y hasta los miedos. Pero sobre todo, rescato los momentos con las personas queridas, mi colección de amaneceres, el café y la música; las letras, las fotografías y los lugares del alma; las ideas espontáneas y aquella lesión que, sin planearla, de reboté me envió al mundo de los kilómetros a pie y en bicicleta que hoy disfruto sobremanera.

He sobrevivido a la transición tecnológica, a terremotos, crisis y ahora tratando de esquivar una pandemia. El mundo está algo loco, sí, pero he aprendido a vivir en una practicidad que hasta hace unos años me era imposible, a dejar ir, a cerrar puertas para poder abrir otras, a aligerar cargas y desatarme de culpas. Hoy no, así lo decidí y ojalá que la intención se multiplique.

Gracias a quienes me expresan felicitación en llamada o mensaje, aquí o en otros rumbos electrónicos. Sepan que lo aprecio y que hoy brindar también es por ustedes. Llegará el tiempo del abrazo pendiente y será mejor, renovado, fortalecido. Ayer fue un buen día, pero mañana debe ser mejor. Que haya Alex para rato, para mí, para ustedes.

Piso 4, bienvenido.

sábado, 18 de julio de 2020

La culpa es del gobierno


Y de los ciudadanos, por supuesto. Pero titulé este texto basado en la creencia de un gran número de personas, porque siempre es más fácil culpar al ajeno que aceptar la responsabilidad propia.

El coronavirus ya provocó fracturas a nivel social, personal y hasta psicológico, y es aquí donde la delgada línea se vuelve casi invisible entre las decisiones gubernamentales que afectan lo social y las acciones individuales que repercuten en más de uno.

¿Entonces a quién debemos cargarles las cifras de contagios y muertes? Debemos irnos por mitades, yo digo, en justa proporción: 50 % le toca a las autoridades y 50 % a nosotros.

Para arrancar el debate, partamos de una idea simple ya confirmada: el actual virus es nuevo en el mundo y como tal, cada día se conocen nuevos detalles a la par de la cifra que aumenta en varios países, entre ellos, principal y desafortunadamente, México.

Entonces la pedrada inicial va para el gobierno, pues de sobra conocemos sus formas de enfrentar la epidemia y al mismo tiempo de exhibir sus carencias ante dicha situación. La fuerza de contagio moral, las imágenes milagrosas, como anillo al dedo, el minimizar la enfermedad y tomarla a la ligera en sus inicios fueron acciones que hoy tienen minada la credibilidad puesta en ellos.

El subsecretario se aventuró a pronosticar números, fechas y simplemente ha fallado; el presidente lo contradice en sus acciones y el rumbo no se vislumbra claro. No hay curva aplanada y hasta el uso del cubrebocas los ha puesto en una encrucijada: López Obrador jamás lo utiliza (excepto si va a Estados Unidos porque ahí no se andan con jaladas) y sigue jugándole al vivo. Si a él le pasa algo, como sea, pero desafortunadamente, queramos o no, todavía es imagen pública de autoridad y ejemplo para muchos. ¿Entonces por qué hacer caso a los demás, si el señor líder y mesías no lo hace?  

Están viendo y no ven. Y aquí es donde va la segunda pedrada: jodidos estamos por la ignorancia y valemadrismo que nos arropa como sociedad que extravió la empatía hace rato. Quienes salen por algo necesario no me dejarán mentir: ahí va por la calle la señora con sus hijos pequeños, papaloteando libremente sin cubrebocas y haciéndola de blanco para el bicho en turno; quienes aseguran que medir la temperatura mata neuronas (cuando sus argumentos evidencian que ya no tienen); el que viaja en el transporte público sin la menor precaución; el pelmazo organizador de fiestas o el que berrea porque nunca respetó las medidas pero llevó a su familiar enfermo al hospital y reclama: “lo traje bien y aquí lo mataron”. ¿Neta? Si estaba bien, ¿entonces para qué carajos lo trajo?

Así como exigimos a las autoridades porque es nuestro derecho, también estamos obligados a participar como ciudadanos. Si en ponerte un cubrebocas ocupas 10 segundos, ¿cuál es tu pretexto? Si puedes lavarte las manos y llevar siempre un frasco de gel, ¿qué te cuesta? Esta situación mundial debe hacernos modificar nuestras acciones y darnos un golpe de conciencia histórico que muchos todavía no captan.

La terquedad es un don estúpido que favorece a muchos, pero que también chinga a otros. ¿De qué lado estás tú?

viernes, 24 de abril de 2020

El farolero



La lluvia que arreciaba sobre la calle Madero dibujaba una grisáceas cortina entre la cual apenas se percibían las fachadas de los edificios históricos. Con cada paso protegido por un insuficiente paraguas, Helena y Alex esquivaban charcos mientras repasaban con emoción las imágenes tomadas minutos antes.

—¿Ves? Te dije que era buena idea venir a esta hora.

—Sí, eso de tomar fotos de madrugada sonaba ridículo, pero logramos excelentes tomas; esta zona de la ciudad tiene una magia muy especial antes del alba.

Luego de algunas cuadras, atrás dejaron el Zócalo con su imponente catedral, un palacio y los vestigios arqueológicos que resguardan leyendas de un pasado perdido en el tiempo. Casi al llegar a la avenida principal, la calle se mostró completamente vacía, la lluvia cesó de tajo y una gran luna llena puesta en lo alto del cielo iluminó el entorno, mostrando así una postal única que no podían desaprovechar.

—¿Ya viste la calle? Rápido, pásame el tripié —sugirió Alex con voz emocionada, sin cuestionarse el fenómeno que acababan de atestiguar.

Colocó el paraguas a un costado y con rapidez montó la cámara. Helena se acercó para asegurarse de que el encuadre fuera perfecto y sin vacilar presionó el botón para capturar la imagen. El aparato guardó el archivo gráfico y al revisarlo, sólo se mostró un color negro que llenaba la pequeña pantalla.

 —¿Pero qué sucedió? —cuestionó Helena con extrañeza— Aquí no se observa nada.

Alex giró la cámara para confirmar con asombro que, efectivamente, sólo una tonalidad oscura se visualizaba en el rectángulo digital.

—Esto es muy raro, intentemos otra vez —se apresuró a colocar la cámara mientras la luna se ocultaba para dejar la calle en penumbra.

La segunda toma pareció tener mejor resultado, aunque aquello que reflejaba mostró algo misterioso: una silueta debajo del farol colocado en lo alto de la esquina, al parecer de un hombre ataviado con sombrero y gabardina que ocultaba sus pies. Sin voltear a verlos, señaló hacia el frente y caminó algunos pasos para después perderse en una bruma que flotaba a un costado de la calle.

—¿Viste eso? —musitó Helena mientras ambos permanecían en total asombro.

—¿Quién es esa persona? ¿Por qué no la vimos si estaba ahí? —respondió Alex con más interrogantes.

Con la única luz proveniente del farol, se acercaron hacia el lugar donde lo vieron desaparecer y tras la bruma, el Templo de San Francisco apareció en oscuridad y con la puerta abierta. Se miraron uno al otro, sin decir palabra alguna, y continuaron avanzando lentamente hasta llegar a la entrada del recinto sagrado.

—Ahí, mira —señaló Alex hacia una banca cercana al altar.

Apenas perceptible, una persona sentada se veía a unos metros de ellos, en silencio y sin moverse. Un estado de confusión los invadió. De repente, aquella figura encendió una luz tenue, de veladora quizás, y comenzó a murmurar lo que parecía una oración.

—¿Escuchas lo que dice? —preguntó Helena en voz baja.

—Es como si estuviera rezando, pero no le entiendo nada —respondió Alex con cierto nerviosismo.

Así pasaron algunos segundos hasta que nuevamente todo quedó en silencio y se escuchó un leve soplido: la luz de la veladora fue apagada y el humo se desvaneció en el aire.

—También deberían rezar por sus almas —les dijo una voz ultraterrena—.

Paralizados por el miedo, observaron cómo aquella silueta volteaba y desde su asiento, con una mirada rojiza fija sobre ellos, soltó una risa que invadió hasta el rincón más recóndito del templo. Sólo atinaron a correr para escapar y al cruzar la salida, nuevamente en la calle Madero envuelta en oscuridad, el flash de la cámara disparó su luz y nunca más se supo de ellos.



“¡Lleve su libro de leyendas del Centro Histórico!”, se escucha entre el bullicio del atardecer un sábado cualquiera sobre la banqueta afuera de la catedral.

—¿A cuánto, joven? —cuestionó un turista atraído por la fascinación de las narraciones.

—Llévelo a 50 pesos. Mire, chéquelo, está bien interesante y trae muchas historias.

El lector lo tomó para hojearlo y conocer de un vistazo el contenido del mencionado libro.

—La Calle de la Quemada, la Llorona, la Casa de los Azulejos… los clásicos. ¿Y cuál es esta? ¿El farolero? Nunca la había escuchado.

—Este el único libro que la menciona y lo tengo yo. ¿No le parece interesante? —dijo el vendedor con una extraña sonrisa en su rostro.

—¿Y de qué trata? A ver, gánese la venta —respondió con otra sonrisa el turista.

—En la época colonial, cuando no había alumbrado eléctrico en la calle, existió un personaje que encendía los faroles al caer la noche y ahí nació el nombre de su oficio; se le veía de sombrero, abrigo, pantalón y botines. Pero además era vigilante porque lidiaba con asaltantes y borrachos. ¿Ve usted al fondo de esa calle? —señaló hacia Madero— Por allá era el recorrido de don Miguel, un farolero al que una noche asesinaron para robarle. Dicen que al otro día encontraron su cuerpo en un terreno que ahora es el templo y nunca agarraron a quienes lo mataron. Pues en las noches de luna regresa para rezar por su alma y llevarse a quienes se cruzan por su camino, pensando que son aquellos que lo mataron.

—Claro, y usted cree todo eso —dijo el comprador en tono de burla.

—¿Usted no? —reviró ágilmente el poseedor del libro.

—¿Por qué debería hacerlo? Esas historias sólo son para dar miedo a los niños y se oyen bien contadas en voz como la de usted que…

—Me llamo Miguel, como el personaje de la leyenda; puede llamarme así —interrumpió sonriendo nuevamente.

—Muy bien, señor Miguel. ¿Entonces creemos la tenebrosa leyenda del farolero que murió en manos de unos extraños y ahora sale a penar y matar gente en las noches? Claro.

—Así es y ya va siendo hora —dijo mientras abría el libro para mostrarle una imagen de dos personas en cuyos rostros se reflejaba un gran terror.

—¿Y por qué está tan seguro?

—¿Ve esta fotografía en el texto donde se describe la leyenda?

—¿Qué tiene de especial? ¿Por qué insiste en que le crea?—preguntó el turista, al tiempo que llegaba la noche y caían las primeras gotas de una torrencial lluvia que se avecinaba.

—Porque yo mismo tomé la foto.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...