miércoles, 19 de abril de 2017

Destino: Michoacán



Cuando era niño y llegábamos al rancho a través de aquel camino que aún era de tierra, solía ver hacia la montaña mientras la noche nos cubría e imaginaba que los árboles que bordeaban la cima eran gigantes que se acercaban mientras avanzábamos.

Era una sensación extraña, mezcla de emoción y temor en un ambiente pleno de oscuridad y misterio que en la ciudad nunca sentía. Así sabía que estábamos muy cerca, luego de casi ocho horas de viaje, de aquel sitio lejano que por herencia materna conocí a temprana edad. 

Entonces me enteré de personas, colores, formas, sabores y sonidos que para mí eran totalmente desconocidos; de silencios que maravillaban y de quietudes asombrosas; de paisajes infinitos y gélidos amaneceres que cobijaban el alma. 

Ahí conocí historias de fantasmas relatadas a la luz de las velas que alimentaban mi anhelo por saber si algo de aquello era cierto y podía conocerlo por mí mismo, aunque todo quedó en meras intenciones.

Desde entonces fui acumulando un cariño especial por esa tierra y sus detalles que, a pesar de los años, quedan como testigos silenciosos de las vivencias convertidas en recuerdos, de instantes tatuados en la memoria.

Hoy los árboles ya no son gigantes que esperan en la oscuridad y las historias fantasmales no existen más, pero es bueno saber que el asombro por estar ahí perdura y el paso del tren tiene vigencia, que los tejados subsisten entre fachadas de modernidad y el aire se respira distinto, que el cielo puebla el horizonte y el morado jacaranda se renueva siempre puntual y perfecto.

sábado, 25 de febrero de 2017

Amaneceres



Ya no sé si es cualidad o defecto, pero este asunto de ganarle al despertador se ha convertido en hábito que más de uno vería con extrañeza. Cinco, seis, siete minutos, no importa; como si se tratara de un acto temerario, cada mañana recurro al ejercicio de apagar la alarma antes de que comience a vociferar, al grado de olvidar cuál fue el tono elegido para hacer su trabajo encomendado.

Algunos dicen que es la mejor manera de enfrentarnos a ciertos detalles cotidianos antes de que la ciudad despierte y nos envuelva en su estresante vida: amaneceres vestidos de gala, aire frío pero amable, gélidos grados centígrados y silencio del bueno son posibles sólo así.

Hoy, para no extrañar ese hábito, me interné en la quietud de un lugar al que frecuentemente acudo y me hizo recordar un poco de lo que soy, lo que he dejado de ser y lo que aún puedo rescatar. Ahí la escenografía siempre me parece perfecta: un toque de provincia, sonidos promotores de tranquilidad, colores que son un lujo a la vista y sabores mezclados con aromas que parecieran de una especie casi extinta.

Es cuando hasta los adoquines geométricamente conjuntados son curiosos, las fuentes apagadas lucen extrañas y el silencio impuesto por la hora en un recinto religioso va de lo espiritual a lo misterioso. Desconozco los motivos, pero algo atrayente hay en ese sitio que promueve y revitaliza memorias y esperanzas.

Así pues, también concluyo que no es tan malo aquello de ganarle al despertador, aunque pasadas algunas horas un dejo de flojera se asome y reclame por haber soltado las cobijas antes de tiempo. Pero como dijo alguien, hay más tiempo que vida, así que por hoy no cabe el arrepentimiento; mañana ya veremos cómo va el marcador Alejandro vs alarma.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...