Ya
no sé si es cualidad o defecto, pero este asunto de ganarle al despertador se
ha convertido en hábito que más de uno vería con extrañeza. Cinco, seis, siete
minutos, no importa; como si se tratara de un acto temerario, cada mañana recurro
al ejercicio de apagar la alarma antes de que comience a vociferar, al grado de
olvidar cuál fue el tono elegido para hacer su trabajo encomendado.
Algunos
dicen que es la mejor manera de enfrentarnos a ciertos detalles cotidianos
antes de que la ciudad despierte y nos envuelva en su estresante vida: amaneceres
vestidos de gala, aire frío pero amable, gélidos grados centígrados y silencio
del bueno son posibles sólo así.
Hoy,
para no extrañar ese hábito, me interné en la quietud de un lugar al que
frecuentemente acudo y me hizo recordar un poco de lo que soy, lo que he dejado
de ser y lo que aún puedo rescatar. Ahí la escenografía siempre me parece
perfecta: un toque de provincia, sonidos promotores de tranquilidad, colores
que son un lujo a la vista y sabores mezclados con aromas que parecieran de una
especie casi extinta.
Es
cuando hasta los adoquines geométricamente conjuntados son curiosos, las
fuentes apagadas lucen extrañas y el silencio impuesto por la hora en un
recinto religioso va de lo espiritual a lo misterioso. Desconozco los motivos,
pero algo atrayente hay en ese sitio que promueve y revitaliza memorias y
esperanzas.
Así
pues, también concluyo que no es tan malo aquello de ganarle al despertador,
aunque pasadas algunas horas un dejo de flojera se asome y reclame por haber
soltado las cobijas antes de tiempo. Pero como dijo alguien, hay más tiempo que
vida, así que por hoy no cabe el arrepentimiento; mañana ya veremos cómo va el
marcador Alejandro vs alarma.
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