sábado, 25 de febrero de 2017

Amaneceres



Ya no sé si es cualidad o defecto, pero este asunto de ganarle al despertador se ha convertido en hábito que más de uno vería con extrañeza. Cinco, seis, siete minutos, no importa; como si se tratara de un acto temerario, cada mañana recurro al ejercicio de apagar la alarma antes de que comience a vociferar, al grado de olvidar cuál fue el tono elegido para hacer su trabajo encomendado.

Algunos dicen que es la mejor manera de enfrentarnos a ciertos detalles cotidianos antes de que la ciudad despierte y nos envuelva en su estresante vida: amaneceres vestidos de gala, aire frío pero amable, gélidos grados centígrados y silencio del bueno son posibles sólo así.

Hoy, para no extrañar ese hábito, me interné en la quietud de un lugar al que frecuentemente acudo y me hizo recordar un poco de lo que soy, lo que he dejado de ser y lo que aún puedo rescatar. Ahí la escenografía siempre me parece perfecta: un toque de provincia, sonidos promotores de tranquilidad, colores que son un lujo a la vista y sabores mezclados con aromas que parecieran de una especie casi extinta.

Es cuando hasta los adoquines geométricamente conjuntados son curiosos, las fuentes apagadas lucen extrañas y el silencio impuesto por la hora en un recinto religioso va de lo espiritual a lo misterioso. Desconozco los motivos, pero algo atrayente hay en ese sitio que promueve y revitaliza memorias y esperanzas.

Así pues, también concluyo que no es tan malo aquello de ganarle al despertador, aunque pasadas algunas horas un dejo de flojera se asome y reclame por haber soltado las cobijas antes de tiempo. Pero como dijo alguien, hay más tiempo que vida, así que por hoy no cabe el arrepentimiento; mañana ya veremos cómo va el marcador Alejandro vs alarma.

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