sábado, 23 de julio de 2016

De crónicas y lugares



Recuerdo bien aquel salón a las nueve de la mañana cada lunes del semestre: espacio pequeño, cifra de alumnos que no rebasaba la veintena y la profesora, de estatura baja, pelo rizado y voz con un toque adolescente, que solicitaba a su audiencia dar lectura a la tarea que religiosamente debíamos cumplir el fin de semana previo con tal de alcanzar el acumulado porcentaje calificativo que nos acreditaría en su materia.

Fue por allá de 2001 y, lo confieso sin remordimiento alguno, era una de las pocas tareas que me provocaban un mínimo de emoción, tal vez por su simpleza o posiblemente por una extraña habilidad que en mí habitaba pero todavía no descubría. Entonces daba inicio una letanía de anécdotas registradas en hojas impresas sobre las cuales, al final de cada clase, se reflejaba una calificación medianamente decente como para decir que aquello me gustaba.

Hoy evoco esos instantes desde un lugar cuyo bullicio es distinto a lo que simulaba una romería cada dos horas por el cambio de clase; en cambio, el ruido más fuerte que inunda el ambiente ahora es el del agua que golpea la fuente que adorna. Hay uno que otro fotógrafo capturando detalles que a simple vista no se ven pero que sin duda existen, y los autos, aunque cerca de una vía rápida, todavía se cuentan con los dedos de las manos.

Este sitio es de mis favoritos. He estado aquí incontables ocasiones y cada vez le encuentro algo diferente; representa para mí un poco de identidad y parte de lo que soy respecto a ciertos lugares más allá de calles y edificios. Debe ser una suerte verlo desde esta perspectiva, pues más de uno diría que mucho antes ya le habría invadido el tedio por practicar lo que yo.

Una de mis teorías es que aquí encuentro un pedacito de provincia que evoco cada vez que vengo y quizá no esté tan perdido en ello. Encuentro en el paisaje la luz de faroles en espera de iluminar caminos, las sombras de árboles proyectadas sobre el piso dibujando curiosas formas, la voz de un organillo que interpreta cadenciosas melodías, la prisa infantil de pasos por alcanzar palomas que vuelan al sentirse asechadas, el girar incansable de colores en forma de rehiletes y la campana religiosa que invita a su recinto.

Justo ahora no hay prisa. Me siento parte de la historia de este lugar aunque, claro está, seguramente no seré recordado como la inquilina que habitó la Casa Azul o el personaje que vivió en el actual edificio delegacional. Entretanto, permanezco aquí construyendo palabras y evocando instantes; navegando entre adoquines y callejones, entre leyendas y fachadas.

Y es así, a la distancia desde aquella aula, que mantengo el ejercicio de las letras y los hallazgos. Las circunstancias son distintas, pero la emoción prevalece. La banca metálica que solía ocupar ha cambiado por otra de idéntico material, aunque en forma y lugar distintos. ¿Qué pensaría hoy la profesora Lourdes creo que ese era su nombre­ de este alumno en el cual sembró un gusto peculiar por escribir? Ignoro la respuesta, pero su labor docente tuvo efecto y ahora este es el resultado.

“No olviden hacer su crónica el fin de semana”, decía. Y yo, puntualmente domingo por la noche, me plantaba frente al monitor a cumplir con el deber académico hasta que, sin darme cuenta, ese deber se convirtió en placer. Hoy en día el alfabeto sigue teniendo la misma cantidad de letras, pero mezclarlas con experiencias y anécdotas nos deja inventar hasta donde la imaginación nos permita; eso, sumado al hecho de encontrar personas que en el camino inspiren a darles sentido, basta para descubrir la ecuación perfecta. Creo que en ese camino voy.   

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...