martes, 27 de enero de 2015

De ausencias y consecuencias



Le llaman duelo pero a mí no me engañan: se trata de ponerle un nombre diplomático a la acción de asesinar las ilusiones que en algún lugar del tiempo fueron compartidas y ahora ya no.

Cuando una relación concluye, sólo hay dos caminos para transitar: el primero, saber que ante la gravedad del tedio mezclado con desconfianza y riña cotidiana, la mejor forma de recobrar un mínimo de tranquilidad es soltar aquello que comenzó como un puente al paraíso y terminó por convertirse en un vuelo directo al inframundo; el segundo, quedarse con las manos llenas de dudas, el semblante perplejo y una sarta de porqués taladrando la cabeza.

Si tu opción fue la primera, cabe una felicitación por atreverte a tomar nuevamente las riendas de tu vida (o lo que quedaba de ella); si fue la segunda, malas noticias, hay que joderse. Pero no todo está perdido. De hecho, existen formas de salir del atolladero para descubrir que tu autoestima, ese ente raro que generalmente paga los platos rotos, puede parcharse, usar muletas, rehabilitarse y volver a andar como si nada hubiera pasado.

Entonces acudes al especialista con tu dignidad quebrada como piñata en posada y te barajea el menú: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Apresurado, eliges lo último como si el resto fueran respuestas de opción múltiple que debes ignorar, pero te llevas el chasco de tu vida: sin pasar por las otras cuatro etapas, imposible llegar al objetivo. Entre curioso y resignado, escuchas con atención la explicación psicológica:

—Al principio no creerás lo que pasó y desearás hacer cosas que comúnmente realizaban juntos, después tendrás enojo, tratarás de recobrar a esa persona, te deprimirás y al final aceptarás lo sucedido —resuena la letanía en tus oídos.

—¿Y no hay forma de arreglarlo más rápido? —insistes, aunque dentro de ti ya sabes la respuesta.

—Desafortunadamente no —confirmas lo que ya sospechabas.

Así, empiezas a ubicarte en tu realidad y estás decidido a convertirte en un ser todo-lo-puedo con el fin de sentirte mejor. Te jactas de tener control absoluto de tus actos y sobredimensionas cualquier mínimo hecho: “llevo un día sin saber de ella y estoy de pie”, presumes con una seguridad asombrosa que se desploma al escuchar el celular y correr para saber si esa persona se acuerda de ti como tú de ella. Del gozo al pozo en cinco segundos.

Finalmente aceptas lo maltrecho del caso y decides entrar en el laberinto. Regresas a casa con receta en mano y la firme convicción de que puedes superarlo, pero ahí va de nuevo la memoria a jugarte la mala pasada: distante, escuchas una canción que te hace recordar; frente a ti, un lugar donde solían compartir momentos; arriba, el anuncio espectacular te restriega en la cara la marca de su perfume favorito. Noticia mala: ahora también tienes episodios de ansiedad y te comes las uñas. Noticia buena: al menos ya te alimentas de algo.

Abres la puerta y de inmediato el golpe de silencio. Invocas a aquel autor francés y a sus palabras que caen como balde de agua fría: ¿de qué sirve pasarse toda la noche huyendo de ti mismo si, al final, consigues darte alcance en tu propia casa? Nostalgia a domicilio, faltaba más. La quietud te incomoda, la oscuridad te espanta, los recuerdos pesan.

Echas un vistazo al espejo para ver si reconoces al tipo ahí reflejado y notas que se ha convertido en un perfecto desconocido: coleccionista de insomnios, ausencia de color en su rostro, ojeras al mérito, falto de ideas y sobrado de realidad. Ese alguien está ausente, distante, distinto; alguien lo cambió, él mismo se cambió.

Abrazado por la incertidumbre, esta vez no dirás nada; dejarás la teatralidad para otro momento y esperarás el amanecer mirando al techo mientras sientes el temblor de tu barbilla a la par de tus ojos que se tornan rojizos. Afuera, el mundo gira; adentro, el abismo emerge. Serás de hierro, lo prometes, aunque no le pones fecha a tu juramento.
                                                                                                                               
Te invade el sentimentalismo y ahora empiezas a comprender la magnitud de lo sucedido. Apostaste por un mundo de verdad y obtuviste un reino de mentiras; así funciona la vida en ocasiones. Sabes que el camino cuesta arriba será largo y complejo pero al final, como reza la canción que has elevado casi al nivel de himno personal, cuando el frío se vaya de tu corazón y todo termine, en silencio irás a dormir.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...