jueves, 27 de marzo de 2008

Tómate tiempo

Tenemos edificios más altos, pero templos más pequeños; autopistas más anchas, pero puntos de vista más estrechos; gastamos más dinero y tenemos cada vez menos; compramos más y disfrutamos menos.

Tenemos casas más grandes y familias más pequeñas; cosas más convenientes, pero menos tiempo; más educación y menos sentido; más conocimientos y menos juicio; más expertos y más problemas.

Manejamos muy rápido, nos enfurecemos demasiado, nos acostamos más tarde, nos levantamos muy cansados, vemos demasiada TV y casi nunca rezamos.

Hemos multiplicado nuestras posesiones, pero reducimos nuestros valores; hablamos mucho, amamos muy poco y mentimos casi todo el tiempo; hemos aprendido a ganarnos la vida, pero no a disfrutarla; le hemos sumado años a la vida, pero no vida a los años.

Hemos ido y vuelto de la luna, pero no podemos cruzar la calle para conocer a un vecino; hemos conquistado el espacio exterior, pero no el interior; hacemos cosas más grandes, pero no mejores; deseamos limpiar el aire, pero no limpiamos el alma.

Hemos dividido el átomo, pero no nuestros prejuicios; escribimos mucho, pero aprendemos poco; planeamos todo, pero conseguimos poco; hemos aprendido a hacer las cosas más rápido, pero no tenemos paciencia; tenemos ganancias altas, pero la moral baja; más alimento y menos paz.

Construimos más computadoras para guardar más información, para producir más copias que ninguno, pero nos comunicamos menos; cada vez tenemos más cantidad y menos calidad.

Ésta es la época de la comida rápida y la digestión lenta; hombres más altos, bajos de carácter, profundas ganancias y relaciones superficiales.

Más tiempo libre y menos diversión; más tipos de comida y menos nutritivas.

Ahora tenemos ingresos conjuntos y más divorcios; casas más bellas, pero más hogares rotos.

Ésta es la época de viajes rápidos, pañales desechables, pasión de una noche, cuerpos con sobrepeso; pastillas que hacen de todo, desde alegrarte a calmarte hasta matarte.

Ésta es la época donde todo está en exhibición y nada en inventario.

Autor desconocido

¿Y las amígdalas?

Prometí ya no hablar de futbol pero hoy haré una excepción. Y es que ayer mientras comía, fijé mis ojos en la caja cuadrada para ver, nuevamente, el sufrimiento de la selección tricolor para ganarle a otro conjunto nacional. Entonces un comentarista dijo algo que alteró por un momento mis oídos: en México la atención estaba más en el equipo de “Ego” Sánchez que en otros temas del Congreso.

Lamentable, desde luego, ver que sus palabras son verdad, y más cuando el tema está sumamente trillado. No entiendo por qué a muchos les indigna lo sucedido con la escuadra mexicana cuando históricamente ha sido sinónimo de la palabra fracaso.

Y ahí fueron unos a creer aquella broma del entrenador de que el campeonato mundial estaría en sus manos. Si no ha ganado ni un torneo local, ya me imagino que Brasil, Italia o Francia serían un flan para “Mr. Amígdalas”. Soñar no cuesta nada, lo malo es quedarse en estado de trance un buen rato.

No nos engañemos. Lo que dije hace meses, y se sabe desde hace años, es la realidad futbolera nacional: extranjeros al por mayor que dejan poco lugar a jugadores mexicanos; sueldos y publicidad que “inflan” a los equipos; y directivos que sólo ven en el futbol un negociazo para llenarse los bolsillos a costa del progreso deportivo.

Desgraciadamente esto será un círculo vicioso eterno si no se hace una reflexión crítica del asunto. No se trata sólo de remover entrenadores (peor aún si les sobra lengua y les falta talento para dirigir) y llamar cualquier cantidad de jugadores —aunque no le metan gol ni al arco iris—, sino ir más a fondo: reestructurar las bases del deporte, saber que existe calidad muchas veces ignorada porque las “palancas” pueden más, y que los directivos se tomen en serio su papel para comprometerse con un proyecto verdadero.

Sí, el futbol es maravilloso cuando el compromiso es real y rebasa objetivos personales para anteponer los de conjunto, y esto va desde el juego en el barrio hasta un estadio mundialista, pero no todos parecen tenerlo claro.

Los aficionados existimos por millones en México y hoy veo con un dejo de resignación que el camino tiene siempre los mismos baches. Foros en internet exigen la salida del técnico Sánchez, lo maldicen con sus peores palabras y otros más se burlan de él. ¿Que esto sea la noticia del día? ¿No habrá algo más divertido?

Lás-ti-ma Hu-gui-to... le diría yo. Su oportunidad de lanzarnos al primer mundo futbolero se quedó en el vestidor del cual saldrá por la puerta trasera.

Basta de vendernos espejismos. Creo más en la magia de Harry Potter que en argumentos vanos de un sujeto y su estructura directiva cuya actitud verbal rebasa los temas políticos en campaña. Ni modo, habrá que irse resignando a caminar como los cangrejos si no se hace algo pronto, porque el protagonismo del equipo nacional siempre se desvanece más rápido que un hielo bajo el sol de mediodía.

Talento sobra. Hay millones como para no encontrar a 11 que jueguen decentemente, pero lo olvidaba, los billetes son primero y lo demás es lo de menos. Mejor sería destinar el dinero pagado a los jugadores para causas benéficas, porque financiarles su viajecitos alrededor del mundo para que derrochen vergüenza… funcionaría más hacer un tercer piso en el periférico o expandir el Metrobús por la ciudad, eso sí sería noticia, no ver las angustias que pasan once individuos para ganarle a equipos cuya infraestructura es infinitamente inferior.

Propongo pues que se cambie de entrenador hasta el 28 de diciembre, por si fracasa, podremos decir que fuimos “inocentes palomitas” y todos echar a reír.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Táctica y estrategia

Mi táctica es
mirarte
aprender como eres
quererte como eres

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en ti

mi táctica es
ser franco
y saber que eres franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más simple

mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites


Mario Benedetti

domingo, 23 de marzo de 2008

El amor caduca exactamente en...

No hagamos tanto drama. Todo en esta vida caduca: la leche, el yoghurt, los alimentos enlatados y el amor. Sí, ese sentimiento que nos vuelve temporalmente dementes también tiene su fecha límite. Lo dicen los conocedores del tema.

¿Quién da más? ¡Hagan sus apuestas! Empezamos con Martha Catalina Pérez, investigadora de la Universidad de Guadalajara, quien le otorga al amor un año de duración. Ella refiere que como proceso bioquímico, comienza con una etapa intensa de alegría, atracción y satisfacción que luego de explorarse, pasa, digamos, a la aburrición porque ya no hay más qué decir, ya no se conversa de cosas nuevas y esto no va más allá de los 365 días. ¿Dramático no?

Pero pasemos a la segunda apuesta, mi favorita: Frédéric Beigbeder, autor del libro El amor dura tres años, quien también da cuenta de recetas bioquímicas de sustancias complejas que alimentan esta teoría. Él dice que el amor caduca justo en ese tiempo y, con un humor ácido, lo refleja en su texto biográfico. Pasión-ternura-tedio, un año para cada uno y se acabó. Veamos sus argumentos:

“El primer año, uno dice: Si me abandonas, me MATO”.
“El segundo año, uno dice: Si me abandonas, lo pasaré muy mal pero lo superaré”.
“El tercer año, uno dice: Si me abandonas, invito a champán”.
“El primer año se compran muebles”.
“El segundo año, se cambian los muebles de sitio”.
“El tercer año, se reparten los muebles”.
Finalmente, Georgina Montemayor, investigadora de la UNAM, le apuesta cuatro años de vida al sentimiento amoroso. Ella menciona que el tálamo, las amígdalas y el hipotálamo se activan en el momento del “flechazo”, pero al cabo de multiplicar 365 días por cuatro, el estado físico-químico se apaga, entonces se busca a alguien más para reactivarlo.

Y hay más tela de donde cortar para achacarle al amor y su duración. "¿Hasta que la muerte los separe?"... mejor ya no le sigo, porque este post parece más deprimente que ver jugar a la selección nacional de futbol.

Uno, tres o cuatro años, ¿qué más da? Si una relación no se alimenta debidamente para evitar las dosis de tedio y de rutina, seguramente la fecha de caducidad llegará antes de lo esperado. Bien lo dijo Beigbeder (por eso soy fan de su libro, por las bofetadas de verdad que me dio en varias ocasiones): lejos de fórmulas mágicas y terapias psicológicas, para seguir enamorado “hay que rechazar lo tópico, lo cual no significa inventarse sobresaltos artificiales y estúpidos, sino saber sorprenderse ante el milagro de cada día (...) Sobre todo he aprendido que, para ser feliz, hay que haber sido infeliz (...) El amor que dura tres años es el que no ha superado montañas o frecuentado los bajos fondos, el que ha sido servido en bandeja. El amor sólo dura si ambos saben lo que cuesta, y vale más pagar por adelantado, si no te arriesgas a tener que pagar la cuenta a posteriori (...) Tenemos que saber quiénes somos y a quién amamos”.
Algunos dirían que jugar contra la biología humana es perder de antemano la partida: dopamina, noradrenalida, prolactina, luliberina, occitocina, feniletilamina, endorfinas y líbido contra uno, efectivamente suena bastante escabroso, ni para dónde correr o esconder la cabeza.

Cierto, la ciencia no se equivoca... pero podemos hacerle pasar un mal rato. Estamos aquí para derribar teorías y burlarnos de algunos paradigmas, ¿o no?

Preguntando se llega a Roma

Entre que la inscripción de la fachada estaba un poco desgastada, y mi memoria se había ido de vacaciones, lo único que recuerdo de aquellas palabras en lo alto de la catedral tapatía era algo relacionado con el principal edificio religioso en Roma. Entonces un pasaje tétrico de mi vida ocurrido hace cuatro años llegó a mi mente.

El reloj marcaba las 10 de la noche y, con la seguridad del experto turista que lleva dos días instalado en una ciudad desconocida, en compañía de mi hermano abordé el Metro con rumbo al hotel donde nos hospedábamos. Minutos después llegamos a nuestro destino, bajamos del vagón y al salir de las instalaciones del transporte, cerraron sus puertas para comenzar una huelga (después supe que en Roma los trabajadores tienen ese derecho de manifestarse una vez al mes).

Todo iba bien, pero de repente el paisaje urbano comenzó a observarnos de manera desconocida: un extenso puente vehicular que el día anterior no estaba ahí, una avenida poco iluminada y una zona habitacional que había desaparecido en cuestión de horas... o más bien, nosotros vimos de manera inversa el mapa. Ese fue el pequeño detalle: viajamos en sentido opuesto al que debíamos hacerlo.

Para dimensionar el tamaño de nuestro paseo pongámoslo así: el hotel estaba en la estación terminal Universidad pero acabamos en la estación terminal Indios Verdes. Maravilloso, estupendo, genial. Mejor tour no pudimos haber encontrado: casi medianoche en un lugar desconocido que ya no aparecía en el mapa, los transportistas en huelga, y perdidos con 10 euros en la bolsa en otro país, con gente que hablaba un idioma distinto al nuestro.

El Coliseo dormía, la Fuente de Trevi contaba borregos para conciliar el sueño, y el Papa seguramente ya tenía puesta su pijama mientras dos chilangos daban argumentos para el guión de la serie Lost.

¿Llorar? ¿Gritar? ¿Correr? ¿Adónde? Tal vez rezar en el mismísimo territorio de Juan Pablo II y la catedral más grande del mundo funcionaría, así que el milagro del único autobús de las 12 apareció y nos dejó cerca del “Polanco Romano” (así le apodé), zona con lo más exclusivo de bares y antros donde las mujeres más humildes llegaban en un Smart y portaban minifaldas, cabello rubio y 1.70 de estatura. De haberme acercado a algún lugar de aquellos, la facha personal consistente en pants, tenis y playera seguramente no me hubiera llevado más allá de la cadena de entrada.

Llegó así la madrugada y perdidos a miles de kilómetros de casa comenzábamos a planear la noche más larga de nuestras vidas con cinco euros en las manos (el resto se nos fue en la cena: pizza para variar). Pero el segundo milagro se hizo presente. Del interior de una tienda alguien murmuró palabras en español y directo de Latinoamérica nos dio la ayuda necesaria para regresar al hotel... 40 minutos después comprobamos que no nos mintieron.

Al llegar, nuestros compañeros de viaje estaban tan preocupados como padres de familia a quienes les dan las cinco de la mañana sin que sus hijos lleguen a casa y sin avisar. Uno de ellos ya había dado a la policía mi fotografía que había tomado ese mismo día por si acaso me veían vagar en las calles italianas. Ni modo, esa vestimenta no la podía portar más ya que en vez de terminar descansando en mi habitación de hotel seguramente acabaría en una comisaría romana junto a un cartel donde apareciera mi rostro con la leyenda “Se busca”.

Entonces el reloj marcaba las dos de la mañana, y después de “dialogar” con un ruso y tres italianos, de caminar sin rumbo fijo por minutos, de planear pasar la noche en algún bar para matar el tiempo mientras amanecía (con cinco euros para dos personas, ajá) y de pensar que mientras en México apenas caía la noche a mi hermano y a mi ya nos amanecía quién sabe dónde, el color nos volvió al rostro. Todos a dormir porque en unas horas más el viaje continuaba... con la promesa de no volver a hacer semejante travesía porque la llamada de larga distancia al Locatel saldría más cara que la subida a la cúpula de San Pedro y seguramente preferiríamos lo segundo.

Desde entonces soy fan de la Guía Roji o de cualquier mapa que me dé la confianza de no estar perdido en el limbo... todo lo que hace recordar una inscripción en la fachada de la catedral de Guadalajara.

Sí, preguntando se llega a Roma, pero... ¿y estando allá por qué se pregunta?

martes, 11 de marzo de 2008

alo unplugged

Algunos estarían encerrados entre cuatro paredes acolchadas y con una camisa de fuerza abrazándoles el cuerpo. De boca de otros ya se hubieran escuchado palabras altisonantes, y a unos más el sueño no les llegaría por la noche ante semejante catástrofe cibernética.

En lo personal, todavía no caigo en alguna de las opciones anteriores aunque admito que por ratos la aburrición me visita. Ni modo, somos seres tecnológicos moldeados por la modernidad, porque cuando la conexión a internet se colapsa, como en el frío invierno… ¡a temblar!

Y vaya que la vida tiene sus detalles. Desde hace dos semanas he buscado en un diario electrónico algo interesante para escribir y nada inspirador digno de mi instinto bloguero surgía, pero paradójicamente, ahora que no tengo internet, ese fue el tema elegido: “Un día sin la web” (o “Un día en la web-a”, título alterno para este post que no llegó a publicarse).

Más allá del ámbito laboral, donde sin duda la banda ancha resulta ser una gran aliada, ahora que me siento como un verdadero “unplugged”, me puse a recordar qué hice 17 años de mi vida antes de tener mi primera computadora: regalaba tarjetas de papel metidas en sobres; para ir al cine debía comprar el periódico y así me enteraba de los horarios de las funciones; conocía físicamente a todos mis amigos y, para salir a jugar con ellos, lo más normal era ir a visitarlos a sus casas.

Pero llegó el siglo XXI y las ciber-postales han suplantado a aquellos estantes de los centros comerciales (ventajas extra: no cuestan y se entregan el día que uno desee); la página web del cine ahorra filas para adquirir un boleto; muchas personas tienen más contactos por internet que en la vida real; y el mensajero instantáneo o correo electrónico permiten ponerse de acuerdo con varios conocidos a la vez para ir a algún evento, incluso sin saber donde viven.

Curiosidades de este mundo moderno, y demos gracias al Todopoderoso de que las máquinas no tienen sindicato o de vez en cuando no les atacan las ganas de hacer huelga, porque imaginemos un colapso regional o mundial del internet… la histeria que emergería socialmente. Sí, suena drástico, extremo, pero recordemos lo que hacíamos antes de ser atrapados por la telaraña mundial. No existía en nuestra mente la idea de querer morirse porque el módem dejaba de funcionar, ni tampoco la locura se apoderaba de nosotros si se iba la luz en pleno ligue chatero.

Aceptemos pues nuestra maravillosa y angustiante condición de homo internetus. Ese delgado cable nos otorga ventajas laborales, permite “estar” en el otro lado del mundo sin movernos de nuestro lugar o crear comunidades con gente que jamás se ha visto a la cara. Sí, la tan pregonada era de las comunicaciones, aunque aislados en nuestro hogar u oficina. El mundo social reducido a un teclado y un monitor.

En fin, agradezco al infinitum que resultó ser, al menos por un día, lo más lentium y arcaicum que pude haber conocido; sin su ausencia no hubiera escrito esto. Ya ven, no tener internet por un día no es el fin del mundo. No pasa nada extremo, nadie se deprime; al menos en mi despertó ánimos para entretenerme en mi blog. Lo malo será esperar a que se renueve el servicio para poder plasmarlo en mi espacio cibernético, ¡y eso sí me desespera! Maldito servicio hijo de su #$/&%, por su culpa ayer no pude dormir, ah pero eso sí, la factura mensual llegará puntual.

Y conste que no me vuelvo loco porque el módem no funciona. No pretendo terminar dentro de una camisa de fuerza en un manicomio y luego… eh, ¿pero quiénes son esas personas vestidas de blanco?, ¿por qué traen esa camioneta?, ¿adónde me llevan? ¡Sueeeeéltenme!

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...