domingo, 23 de marzo de 2008

Preguntando se llega a Roma

Entre que la inscripción de la fachada estaba un poco desgastada, y mi memoria se había ido de vacaciones, lo único que recuerdo de aquellas palabras en lo alto de la catedral tapatía era algo relacionado con el principal edificio religioso en Roma. Entonces un pasaje tétrico de mi vida ocurrido hace cuatro años llegó a mi mente.

El reloj marcaba las 10 de la noche y, con la seguridad del experto turista que lleva dos días instalado en una ciudad desconocida, en compañía de mi hermano abordé el Metro con rumbo al hotel donde nos hospedábamos. Minutos después llegamos a nuestro destino, bajamos del vagón y al salir de las instalaciones del transporte, cerraron sus puertas para comenzar una huelga (después supe que en Roma los trabajadores tienen ese derecho de manifestarse una vez al mes).

Todo iba bien, pero de repente el paisaje urbano comenzó a observarnos de manera desconocida: un extenso puente vehicular que el día anterior no estaba ahí, una avenida poco iluminada y una zona habitacional que había desaparecido en cuestión de horas... o más bien, nosotros vimos de manera inversa el mapa. Ese fue el pequeño detalle: viajamos en sentido opuesto al que debíamos hacerlo.

Para dimensionar el tamaño de nuestro paseo pongámoslo así: el hotel estaba en la estación terminal Universidad pero acabamos en la estación terminal Indios Verdes. Maravilloso, estupendo, genial. Mejor tour no pudimos haber encontrado: casi medianoche en un lugar desconocido que ya no aparecía en el mapa, los transportistas en huelga, y perdidos con 10 euros en la bolsa en otro país, con gente que hablaba un idioma distinto al nuestro.

El Coliseo dormía, la Fuente de Trevi contaba borregos para conciliar el sueño, y el Papa seguramente ya tenía puesta su pijama mientras dos chilangos daban argumentos para el guión de la serie Lost.

¿Llorar? ¿Gritar? ¿Correr? ¿Adónde? Tal vez rezar en el mismísimo territorio de Juan Pablo II y la catedral más grande del mundo funcionaría, así que el milagro del único autobús de las 12 apareció y nos dejó cerca del “Polanco Romano” (así le apodé), zona con lo más exclusivo de bares y antros donde las mujeres más humildes llegaban en un Smart y portaban minifaldas, cabello rubio y 1.70 de estatura. De haberme acercado a algún lugar de aquellos, la facha personal consistente en pants, tenis y playera seguramente no me hubiera llevado más allá de la cadena de entrada.

Llegó así la madrugada y perdidos a miles de kilómetros de casa comenzábamos a planear la noche más larga de nuestras vidas con cinco euros en las manos (el resto se nos fue en la cena: pizza para variar). Pero el segundo milagro se hizo presente. Del interior de una tienda alguien murmuró palabras en español y directo de Latinoamérica nos dio la ayuda necesaria para regresar al hotel... 40 minutos después comprobamos que no nos mintieron.

Al llegar, nuestros compañeros de viaje estaban tan preocupados como padres de familia a quienes les dan las cinco de la mañana sin que sus hijos lleguen a casa y sin avisar. Uno de ellos ya había dado a la policía mi fotografía que había tomado ese mismo día por si acaso me veían vagar en las calles italianas. Ni modo, esa vestimenta no la podía portar más ya que en vez de terminar descansando en mi habitación de hotel seguramente acabaría en una comisaría romana junto a un cartel donde apareciera mi rostro con la leyenda “Se busca”.

Entonces el reloj marcaba las dos de la mañana, y después de “dialogar” con un ruso y tres italianos, de caminar sin rumbo fijo por minutos, de planear pasar la noche en algún bar para matar el tiempo mientras amanecía (con cinco euros para dos personas, ajá) y de pensar que mientras en México apenas caía la noche a mi hermano y a mi ya nos amanecía quién sabe dónde, el color nos volvió al rostro. Todos a dormir porque en unas horas más el viaje continuaba... con la promesa de no volver a hacer semejante travesía porque la llamada de larga distancia al Locatel saldría más cara que la subida a la cúpula de San Pedro y seguramente preferiríamos lo segundo.

Desde entonces soy fan de la Guía Roji o de cualquier mapa que me dé la confianza de no estar perdido en el limbo... todo lo que hace recordar una inscripción en la fachada de la catedral de Guadalajara.

Sí, preguntando se llega a Roma, pero... ¿y estando allá por qué se pregunta?

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