lunes, 20 de octubre de 2014

Sólo hazlo



Es la mañana del 17 de enero de 1977. El lugar, una fábrica de conservas en Utah, será testigo del final de una historia en manos de un pelotón de fusilamiento. Al llegar, el hombre sentenciado muestra serenidad en su rostro y el protocolo inicia: su lugar en la silla provista de correas para sujetar sus manos, el parche de tela con una diana puesta a la altura del corazón, su rostro cubierto por una capucha negra, el capellán pronunciando una oración y algunas personas que presenciarán el acto. Todo está listo. En el ambiente se respira una tensión casi insoportable cuando llega la hora y un hombre, luego de leer la sentencia, pregunta al condenado si tiene algo que decir. “Let’s do it”, responde él. Así terminó su vida y comenzó su legado.

Gary Gilmore fue un hombre que desde pequeño mostró fascinación por la vida de bandidos famosos y en la adolescencia fue encarcelado en repetidas ocasiones por diversos robos. Durante su estadía tras las rejas se fabricó una imagen de tipo duro y, aunque logró sobrevivir en ese mundo, fue forzado a ingerir varias veces un potente sedante tras haber participado en un motín. Tiempo después se interesó por el arte y la lectura, y a pesar de haber obtenido su libertad, mantuvo ese ideal de llegar a ser un legendario atracador.

Pero la gota que derramó el vaso llegó cuando mató al empleado de una gasolinera luego de haberle robado y al día siguiente también acabó con la vida del encargado de un motel. Tras haber sido detenido y enjuiciado, él mismo eligió la forma para morir y a pesar de que los abogados apelaron la sentencia, Gilmore contrató a otro (que también era escritor) para retirar el recurso, lo cual le valdría apresurar su ejecución, y además le pidió relatar su historia.

El caso generó gran expectación, ya que con él se abría nuevamente el debate sobre la pena de muerte luego de una década de no llevarse a cabo. Así pues, su fama comenzó a tomar forma, incluso le valió aparecer en Playboy con una entrevista  reseñada en portada y también le dio renombre a Norman Mailer, escritor que plasmó su historia en páginas que le valieron el Premio Pulitzer en 1980.

Pero la fama no paró ahí. Tras haber dado su último aliento, y seguramente sin quererlo, Gilmore inspiró a los creativos de la agencia de publicidad Wieden & Keneddy, quienes en 1988 le dieron un pequeño giro a sus últimas palabras y pasaron del “Let’s do it” al “Just do it”, convirtiéndolas en una de las frases más importantes en los años 80. Incluso uno de los cofundadores de la agencia reconoció el vínculo de aquellas palabras en boca del sentenciado con el eslogan que abanderaba la fama de los tenis deportivos.

Se trataba de tocar el inconsciente colectivo con un mensaje breve pero directo, sencillo de forma pero poderoso de fondo, y el cálculo no falló. Tres simples palabras sellaron el destino de un hombre y de una marca. Ambos, con años de distancia y en contextos desiguales, viven ahora en la mente de muchas personas. A veces la fama es así: va de una fábrica de conservas a los aparadores de tiendas en todo el mundo; de un acto marcado por la justicia a premios publicitarios. Al final de la historia, como lo escribe Servando Rocha, se trata de una autenticidad a prueba de balas.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...