viernes, 24 de abril de 2020

El farolero



La lluvia que arreciaba sobre la calle Madero dibujaba una grisáceas cortina entre la cual apenas se percibían las fachadas de los edificios históricos. Con cada paso protegido por un insuficiente paraguas, Helena y Alex esquivaban charcos mientras repasaban con emoción las imágenes tomadas minutos antes.

—¿Ves? Te dije que era buena idea venir a esta hora.

—Sí, eso de tomar fotos de madrugada sonaba ridículo, pero logramos excelentes tomas; esta zona de la ciudad tiene una magia muy especial antes del alba.

Luego de algunas cuadras, atrás dejaron el Zócalo con su imponente catedral, un palacio y los vestigios arqueológicos que resguardan leyendas de un pasado perdido en el tiempo. Casi al llegar a la avenida principal, la calle se mostró completamente vacía, la lluvia cesó de tajo y una gran luna llena puesta en lo alto del cielo iluminó el entorno, mostrando así una postal única que no podían desaprovechar.

—¿Ya viste la calle? Rápido, pásame el tripié —sugirió Alex con voz emocionada, sin cuestionarse el fenómeno que acababan de atestiguar.

Colocó el paraguas a un costado y con rapidez montó la cámara. Helena se acercó para asegurarse de que el encuadre fuera perfecto y sin vacilar presionó el botón para capturar la imagen. El aparato guardó el archivo gráfico y al revisarlo, sólo se mostró un color negro que llenaba la pequeña pantalla.

 —¿Pero qué sucedió? —cuestionó Helena con extrañeza— Aquí no se observa nada.

Alex giró la cámara para confirmar con asombro que, efectivamente, sólo una tonalidad oscura se visualizaba en el rectángulo digital.

—Esto es muy raro, intentemos otra vez —se apresuró a colocar la cámara mientras la luna se ocultaba para dejar la calle en penumbra.

La segunda toma pareció tener mejor resultado, aunque aquello que reflejaba mostró algo misterioso: una silueta debajo del farol colocado en lo alto de la esquina, al parecer de un hombre ataviado con sombrero y gabardina que ocultaba sus pies. Sin voltear a verlos, señaló hacia el frente y caminó algunos pasos para después perderse en una bruma que flotaba a un costado de la calle.

—¿Viste eso? —musitó Helena mientras ambos permanecían en total asombro.

—¿Quién es esa persona? ¿Por qué no la vimos si estaba ahí? —respondió Alex con más interrogantes.

Con la única luz proveniente del farol, se acercaron hacia el lugar donde lo vieron desaparecer y tras la bruma, el Templo de San Francisco apareció en oscuridad y con la puerta abierta. Se miraron uno al otro, sin decir palabra alguna, y continuaron avanzando lentamente hasta llegar a la entrada del recinto sagrado.

—Ahí, mira —señaló Alex hacia una banca cercana al altar.

Apenas perceptible, una persona sentada se veía a unos metros de ellos, en silencio y sin moverse. Un estado de confusión los invadió. De repente, aquella figura encendió una luz tenue, de veladora quizás, y comenzó a murmurar lo que parecía una oración.

—¿Escuchas lo que dice? —preguntó Helena en voz baja.

—Es como si estuviera rezando, pero no le entiendo nada —respondió Alex con cierto nerviosismo.

Así pasaron algunos segundos hasta que nuevamente todo quedó en silencio y se escuchó un leve soplido: la luz de la veladora fue apagada y el humo se desvaneció en el aire.

—También deberían rezar por sus almas —les dijo una voz ultraterrena—.

Paralizados por el miedo, observaron cómo aquella silueta volteaba y desde su asiento, con una mirada rojiza fija sobre ellos, soltó una risa que invadió hasta el rincón más recóndito del templo. Sólo atinaron a correr para escapar y al cruzar la salida, nuevamente en la calle Madero envuelta en oscuridad, el flash de la cámara disparó su luz y nunca más se supo de ellos.



“¡Lleve su libro de leyendas del Centro Histórico!”, se escucha entre el bullicio del atardecer un sábado cualquiera sobre la banqueta afuera de la catedral.

—¿A cuánto, joven? —cuestionó un turista atraído por la fascinación de las narraciones.

—Llévelo a 50 pesos. Mire, chéquelo, está bien interesante y trae muchas historias.

El lector lo tomó para hojearlo y conocer de un vistazo el contenido del mencionado libro.

—La Calle de la Quemada, la Llorona, la Casa de los Azulejos… los clásicos. ¿Y cuál es esta? ¿El farolero? Nunca la había escuchado.

—Este el único libro que la menciona y lo tengo yo. ¿No le parece interesante? —dijo el vendedor con una extraña sonrisa en su rostro.

—¿Y de qué trata? A ver, gánese la venta —respondió con otra sonrisa el turista.

—En la época colonial, cuando no había alumbrado eléctrico en la calle, existió un personaje que encendía los faroles al caer la noche y ahí nació el nombre de su oficio; se le veía de sombrero, abrigo, pantalón y botines. Pero además era vigilante porque lidiaba con asaltantes y borrachos. ¿Ve usted al fondo de esa calle? —señaló hacia Madero— Por allá era el recorrido de don Miguel, un farolero al que una noche asesinaron para robarle. Dicen que al otro día encontraron su cuerpo en un terreno que ahora es el templo y nunca agarraron a quienes lo mataron. Pues en las noches de luna regresa para rezar por su alma y llevarse a quienes se cruzan por su camino, pensando que son aquellos que lo mataron.

—Claro, y usted cree todo eso —dijo el comprador en tono de burla.

—¿Usted no? —reviró ágilmente el poseedor del libro.

—¿Por qué debería hacerlo? Esas historias sólo son para dar miedo a los niños y se oyen bien contadas en voz como la de usted que…

—Me llamo Miguel, como el personaje de la leyenda; puede llamarme así —interrumpió sonriendo nuevamente.

—Muy bien, señor Miguel. ¿Entonces creemos la tenebrosa leyenda del farolero que murió en manos de unos extraños y ahora sale a penar y matar gente en las noches? Claro.

—Así es y ya va siendo hora —dijo mientras abría el libro para mostrarle una imagen de dos personas en cuyos rostros se reflejaba un gran terror.

—¿Y por qué está tan seguro?

—¿Ve esta fotografía en el texto donde se describe la leyenda?

—¿Qué tiene de especial? ¿Por qué insiste en que le crea?—preguntó el turista, al tiempo que llegaba la noche y caían las primeras gotas de una torrencial lluvia que se avecinaba.

—Porque yo mismo tomé la foto.

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