viernes, 29 de julio de 2011

Capítulo 6. Buenas influencias

Es muy sencillo: sin las incontables personas que han estado a mi alrededor durante estos casi cinco años de historia deportiva, mis números serían una irrisoria estadística. Recuerdo, por ejemplo, las palabras a través de una llamada telefónica antes de partir a una carrera fuera del DF y los mensajes recibidos en un autobús a mitad de la noche; un primer entrenamiento en CU con amigos que se conocieron por Internet y la oscuridad de Viveros que nos dio la bienvenida a un nuevo grupo.

Todos somos diferentes, pero nos une la misma idea. No importa la distancia, tampoco los tiempos, la edad o el color de la playera. Hay trotadores y también ultramaratonistas; existen triatletas y quienes conquistan interminables senderos en las montañas, y otros más cuyo antídoto corredor les valió para vencer enfermedades o discapacidades. De cada uno de ellos tengo pequeñas dosis de aprendizaje que, por fortuna, son acumulables a través del tiempo.

Hoy muchos siguen aquí, paso a paso conquistando nuevos objetivos, con disciplina, esfuerzo y haciendo caso omiso del reloj y el calendario. Algunos han partido ya, pero en mi mente aún se repite el eco de sus palabras que me inyectaron motivación imposible de encontrar en otro lugar.

Cuando corría solo los kilómetros pesaban más, los circuitos se tornaban aburridos y solía callar de un golpe al despertador para volver a cerrar los ojos. Hoy me sucede todo lo contrario y los números del cronómetro lo avalan. La motivación es distinta y más allá de las pistas existe otra razón para seguir adelante.

Una mañana, luego de 10 kilómetros en el Desierto de los Leones, me preguntaba cómo hacían los que corren un maratón. No imaginaba semejante distancia acumulada en las piernas de alguien, con todo lo que ello implica; había escuchado y leído historias ajenas y, por convencimiento de amigos a los que consideraba locos, estaba a punto de encontrar la respuesta por cuenta propia.

viernes, 22 de julio de 2011

Capítulo 5. Periférico Sur, 7 am

El periférico de la Ciudad de México es una miscelánea de acontecimientos. En él podemos encontrar tráfico vehicular, vendedores ambulantes en los carriles centrales, inundaciones, camiones cuyo exceso de estatura les impide pasar debajo de algún puente, manifestaciones y hasta corredores que se apoderan de su asfalto una vez al año.

Yo me enteré del kilométrico recorrido deportivo gracias a un amigo, quien tenía en su haber varios medios maratones celebrados en el mes de junio y me platicaba sus legendarias andanzas por los rumbos sureños de semejante vía rápida. Y aunque toda mi vida he sido vecino del periférico, nunca tuve la idea siquiera de echar un vistazo a lo que acontecía en esa carrera, pero ese año no podía faltar en sus filas. Entonces llené mi inscripción y pagué la cuota correspondiente para ser partícipe de los mejores 21K de Latinoamérica, según dicen los que saben.

Y así, invadido de confianza por el resultado veracruzano cinco meses atrás, me atreví a pegarme en la espalda mi tiempo objetivo: 1:45. “De ida es pura bajada y el regreso sólo tiene una subida. Nada del otro mundo que no pueda lograr; esta vez mejoraré mi tiempo”, aseguraba. Iluso de mí, pues nadie me dijo que la altura del DF y la altimetría de la carrera son infinitamente distintas a las del territorio jarocho.

Comenzaron, pues, a elevarse las pulsaciones, y mi emoción fue directamente proporcional al paso establecido hasta los 12 kilómetros, donde el cronómetro mostraba un rostro muy amable y alentador, mismo que cambiaría después de emprender el camino de regreso. Las subidas multiplicaban el esfuerzo y poco a poco la energía se esfumaba en medio de un mar de gente que alentaba lo mismo en puentes que en camellones. Ahí fue donde me di cuenta de lo extraordinario de este medio maratón, en el cual participan familias completas y el apoyo resulta evidente a cada paso.

En el kilómetro 16 el pavimento se elevó frente a mí y sentía una extraña pesadez en mis piernas. “¿Qué diablos hago aquí?”, fue la pregunta que asaltó mi mente. Ganas no me faltaban para girar a la derecha e irme a mi casa, que en ese momento estaba más cerca que la meta misma. Pero justo ahí, un par de camisetas que me rebasaron me dieron la respuesta: “Papá” e “Hijo” podía leerse en cada una de ellas.

Cuando tenía 12 años, durante las vacaciones escolares, mi papá solía llevarme a correr al Bosque de Tlalpan. Desde luego que lo mío era por pura diversión, porque ni remotamente pensaba hacerlo en forma varios años después. Entonces mi memoria excavó en sus recuerdos y, al visualizar aquellos instantes, la adrenalina le devolvió la vida a mis pasos. Minutos después, cuando la subida se convirtió en historia, de un puente peatonal surgió una voz que decía “¡Tú puedes!”: eran mis padres con las manos en alto y la emoción reflejada en sus caras. El contagio fue inminente y el resto de los kilómetros desaparecieron casi sin darme cuenta.

Finalmente, el tiempo cronometrado rebasó las dos horas, pero no me importó en lo más mínimo, ya que la experiencia superó mis expectativas y todo cuanto sucedió en ella tuvo un sabor diferente, único. A partir de esa fecha, el Medio Maratón del Día del Padre está en mi lista de indispensables, el Bosque de Tlapan se convirtió en segundo hogar y ahí, en el mismo puente, cada año escucho un grito de apoyo que me impulsa a seguir adelante.

viernes, 15 de julio de 2011

Capítulo 4. Bienvenido a los 21.

“¿Quién, en su sano juicio, viaja 400 kilómetros para correr 21 un domingo a las 7 de la mañana?”, me preguntaba mientras veía la oscuridad del cielo desde la ventana de mi habitación de hotel. El amanecer apenas se asomaba y era momento de saldar una deuda que tenía pendiente conmigo mismo: Boca del Río sería testigo de ello.

No recuerdo del todo los momentos previos a la carrera, sólo sé que de repente estaba parado ahí, con un número pegado en la playera y la seria intención de desafiar mis propios límites. Entonces el destino se cobró conmigo su mejor y más absurda novatada: después de calentar, cuando ya iba corriendo a tomar mi lugar en el bloque correspondiente, una coladera destapada me recibió con los brazos abiertos; a mi pierna derecha se le acabó el piso y mi rodilla detuvo su viaje al vacío cual si fuera un corcho insertado en una botella. La consecuencia de tan sublime acto, un raspón quemante, me hizo comenzar de una manera poco deseada. Alejandro, bienvenido a tu primer medio maratón.

El disparo de arranque se escuchó y miles de tenis comenzaron a cimbrar el asfalto jarocho. Minutos más tarde, el paisaje marítimo no se hizo esperar mientras el grupo comenzaba a estirarse a lo largo de la ruta marcada. El momento épico de la mañana fue cuando nos enfrentamos a ráfagas de aire con arena a través de edificios que formaban un embudo en la única subida del trayecto. Fue justo ahí cuando mis 57 kilos de peso estuvieron, literalmente, a punto de volar por los cielos. Pierna lacerada y detenido por una pared aérea… hasta entonces, una gran experiencia la mía.

Pero cuando pasé el número 13 el alma me regresó al cuerpo. Un año antes, a esas alturas, ya pedía clemencia y clamaba por un descanso de tres días. No obstante, esa vez me sentía bien y, aunque previamente ya había corrido 15K, nada podía compararse con llegar a esa meta en la pista de la Faculta de Educación Física.

En el kilómetro 18 el calor y la humedad empezaron a hacer mella, pero nada comparado con el hambre que se apoderó de mi estómago y me hacía pensar y repensar en los hot cakes que me esperaban en La Parroquia (ahí conocí mi adicción por esos panes esponjosos tapizados con miel y mermelada). Y así, con un raspón de rodilla, el clima húmedo, una descarga de adrenalina y el hambre a cuestas, entré a la parte final de la carrera. Una vuelta a la pista me separaba de mi marca personal inédita y aquellos metros quedaron registrados especialmente en mi memoria. Las dudas se habían terminado.

“¿Qué sigue ahora?”, me pregunté. Seguramente viajar 400 kilómetros de regreso para correr no sólo 21 sino muchos más. Desconozco dónde extravié mi sano juicio, pero de lo que estaba seguro era que ya no me importaba seguir sus consejos en caso de volver a toparme con él. Mi cansancio aminoró un par de días después y cuando retomé los entrenamientos mi visión acerca de las distancias había dado un giro total. Había comenzado una nueva etapa y Veracruz tuvo la culpa.

viernes, 8 de julio de 2011

Capítulo 3. Cuando los límites se vuelven mentiras

“Las personas, al igual que las aves, son diferentes en su vuelo, pero iguales en su derecho a volar”

El 12 de septiembre de 2007 el termómetro estaba a la baja y mis piernas temblaban, quizás por la temperatura o tal vez porque se acercaba su primera prueba de 15 kilómetros. Atrás habían quedado los 5,000 metros y el salto a 10K; era momento de dar el siguiente paso y aquel Tune Up fue el mejor argumento para lograrlo.

Tenis blancos, pants azul, playera gris y a correr. El disparo de salida se escuchó puntual en medio del bosque de Chapultepec y más adelante, cuando el asfalto de Reforma recibió nuestros pasos, observé a una pareja que sostenía un cartel con dos palabras y un dibujo cuyo significado iba más allá de lo deportivo. Minutos más tarde, justo en la última recta del circuito, un par de corredores y yo teníamos las pulsaciones a tope y con palabras de aliento nos retamos a cerrar con todo; el objetivo se había cumplido.

Posteriormente, cuando tuve la medalla entre mis manos, me senté un momento sobre la banqueta y la observé mientras reflexionaba acerca de lo que había visto minutos antes. Para ser sincero, nunca había puesto atención en algunos detalles que suceden en las carreras y esa mañana fue la inauguración de mi asombro deportivo, pues a partir de entonces la palabra “límite” tomó un nuevo significado en mi diccionario personal.

Pretextos para no correr hay muchos, sin embargo, una discapacidad o enfermedad no lo son para algunas personas que se demuestran a sí mismas que tener diferentes cualidades a las del resto de los corredores no las hace distintas. Cuando cruzamos la línea de salida, todos perseguimos un objetivo, una meta, un sueño, y con el paso del tiempo y de los kilómetros supe que la voluntad puede más que dos piernas.

Con muletas, en sillas de ruedas o codo a codo con un guía que aporta sus ojos para seguir adelante… no importa cómo, lo verdaderamente valioso es por qué. Cada personas es un mundo, una historia, y a través de los kilómetros no he dejado de admirar a quienes van más allá de los límites que el destino les impone.

Aquella mañana, una mujer fue el vivo ejemplo de la fortaleza y tenacidad que puede vestir una persona. RUN ELY decía el cartel cuyas letras compartían espacio con un moño color rojo, y cada vez que veo mi medalla recuerdo ese momento. ¿Quién nos pone, pues, los límites de nuestros pasos? ¿Dónde está la frontera que divide una discapacidad o enfermedad de la voluntad misma? Ely me dio la respuesta. A ella el destino le ha dado una nueva oportunidad; a mí, una gran lección de vida.

viernes, 1 de julio de 2011

Capítulo 2. Veracruz: de la afición a la adicción.

Esa misma tarde prometí no volver a correr jamás, pues mis piernas me observaban con ojos amenazantes después de haberles inyectado 5 kilómetros de asfalto. Parecían decirme: “ni lo vuelvas a intentar o nos pondremos en huelga; no hay necesidad de todo esto”. Sin embargo, luego de revivir con la memoria cada momento de aquella mañana, decidí otorgarles una tregua, darles tiempo para pensarlo dos veces y ponerlas en forma para ir en busca de nuevas andanzas que no sobrepasaran los 5,000 metros.

Entonces conocí a algunos amigos cuyo objetivo era, en ese momento, competir en el medio maratón veracruzano. “Si lo mío es una locura, lo de ellos es demencial”, pensaba. Y luego de convencerme de hacer el viaje —no así la carrera—, me subí al autobús con la única intención de disfrutar del territorio jarocho y echar un vistazo a un evento distinto a los que estaba acostumbrado.

Todo iba perfecto hasta que, en la entrega de paquetes, alguien soltó un comentario al aire: “¿por qué no la corres? Te anotamos en lista de espera y por la tarde regresamos a ver si quedó algún lugar para ti”. Desde luego, pensé que se trataba de una broma y recé para no volver y enterarnos del resultado: horas después evidencié el poder de mi fe. No obstante, mis amigos me insistían en correrla “por fuera” hasta donde mis pasos agotaran su energía y así rebasar los límites que existían en mí.

¿Intentar 21 kilómetros cuando mi máximo eran 5? Ni siquiera llevaba los tenis y ropa adecuados, mucho menos condición física para semejante reto. Y aunque jamás me vi rebasando la meta, tomé ese circuito como un “paseo turístico” (preferí eso a esperar dos horas a que llegaran mis amigos).

El domingo a las 7 horas todo estaba listo: los corredores, el circuito y yo, el novato que estaba metido en una encrucijada deportiva por obra y gracia del contagio de los demás. Cuando sonó el disparo de salida puse los pies en marcha sin un objetivo claro y mi ritmo era tan lento que imaginaba a una tortuga del Acuario rebasarme sin problema alguno (lo cual minaba mi autoestima). Luego del kilómetro 5 mis piernas retomaron su mirada amenazante, mis hombros manifestaron tensión y las ampollas comenzaron a darse un festín con mis pies, pero no me detuve.

Así acumulé más distancia hasta que mi cuerpo decidió ponerme un alto definitivo: había alcanzado 13 kilómetros y nunca pude explicarme cómo. Atravesé el camellón y caminé hasta el punto de encuentro donde mis amigos ya esperaban; ellos estaban más emocionados que yo al saber mi nueva hazaña.

De regreso al DF, seguía sin entender cómo me había apoderado de ese número 13, y aunque no encontré la respuesta, por primera vez supe que, sin importar la distancia, lo fundamental para correr es desearlo y disfrutarlo. Seis horas después, cuando el viaje llegó a su fin, bajé del autobús arrastrando las piernas, pero con la firme intención de volver el siguiente año a sacudir el asfalto veracruzano.

Mi adicción empezaba a tomar forma.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...