“¿Quién, en su sano juicio, viaja 400 kilómetros para correr 21 un domingo a las 7 de la mañana?”, me preguntaba mientras veía la oscuridad del cielo desde la ventana de mi habitación de hotel. El amanecer apenas se asomaba y era momento de saldar una deuda que tenía pendiente conmigo mismo: Boca del Río sería testigo de ello.
No recuerdo del todo los momentos previos a la carrera, sólo sé que de repente estaba parado ahí, con un número pegado en la playera y la seria intención de desafiar mis propios límites. Entonces el destino se cobró conmigo su mejor y más absurda novatada: después de calentar, cuando ya iba corriendo a tomar mi lugar en el bloque correspondiente, una coladera destapada me recibió con los brazos abiertos; a mi pierna derecha se le acabó el piso y mi rodilla detuvo su viaje al vacío cual si fuera un corcho insertado en una botella. La consecuencia de tan sublime acto, un raspón quemante, me hizo comenzar de una manera poco deseada. Alejandro, bienvenido a tu primer medio maratón.
El disparo de arranque se escuchó y miles de tenis comenzaron a cimbrar el asfalto jarocho. Minutos más tarde, el paisaje marítimo no se hizo esperar mientras el grupo comenzaba a estirarse a lo largo de la ruta marcada. El momento épico de la mañana fue cuando nos enfrentamos a ráfagas de aire con arena a través de edificios que formaban un embudo en la única subida del trayecto. Fue justo ahí cuando mis 57 kilos de peso estuvieron, literalmente, a punto de volar por los cielos. Pierna lacerada y detenido por una pared aérea… hasta entonces, una gran experiencia la mía.
Pero cuando pasé el número 13 el alma me regresó al cuerpo. Un año antes, a esas alturas, ya pedía clemencia y clamaba por un descanso de tres días. No obstante, esa vez me sentía bien y, aunque previamente ya había corrido 15K, nada podía compararse con llegar a esa meta en la pista de la Faculta de Educación Física.
En el kilómetro 18 el calor y la humedad empezaron a hacer mella, pero nada comparado con el hambre que se apoderó de mi estómago y me hacía pensar y repensar en los hot cakes que me esperaban en La Parroquia (ahí conocí mi adicción por esos panes esponjosos tapizados con miel y mermelada). Y así, con un raspón de rodilla, el clima húmedo, una descarga de adrenalina y el hambre a cuestas, entré a la parte final de la carrera. Una vuelta a la pista me separaba de mi marca personal inédita y aquellos metros quedaron registrados especialmente en mi memoria. Las dudas se habían terminado.
“¿Qué sigue ahora?”, me pregunté. Seguramente viajar 400 kilómetros de regreso para correr no sólo 21 sino muchos más. Desconozco dónde extravié mi sano juicio, pero de lo que estaba seguro era que ya no me importaba seguir sus consejos en caso de volver a toparme con él. Mi cansancio aminoró un par de días después y cuando retomé los entrenamientos mi visión acerca de las distancias había dado un giro total. Había comenzado una nueva etapa y Veracruz tuvo la culpa.
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