Esa misma tarde prometí no volver a correr jamás, pues mis piernas me observaban con ojos amenazantes después de haberles inyectado 5 kilómetros de asfalto. Parecían decirme: “ni lo vuelvas a intentar o nos pondremos en huelga; no hay necesidad de todo esto”. Sin embargo, luego de revivir con la memoria cada momento de aquella mañana, decidí otorgarles una tregua, darles tiempo para pensarlo dos veces y ponerlas en forma para ir en busca de nuevas andanzas que no sobrepasaran los 5,000 metros.
Entonces conocí a algunos amigos cuyo objetivo era, en ese momento, competir en el medio maratón veracruzano. “Si lo mío es una locura, lo de ellos es demencial”, pensaba. Y luego de convencerme de hacer el viaje —no así la carrera—, me subí al autobús con la única intención de disfrutar del territorio jarocho y echar un vistazo a un evento distinto a los que estaba acostumbrado.
Todo iba perfecto hasta que, en la entrega de paquetes, alguien soltó un comentario al aire: “¿por qué no la corres? Te anotamos en lista de espera y por la tarde regresamos a ver si quedó algún lugar para ti”. Desde luego, pensé que se trataba de una broma y recé para no volver y enterarnos del resultado: horas después evidencié el poder de mi fe. No obstante, mis amigos me insistían en correrla “por fuera” hasta donde mis pasos agotaran su energía y así rebasar los límites que existían en mí.
¿Intentar 21 kilómetros cuando mi máximo eran 5? Ni siquiera llevaba los tenis y ropa adecuados, mucho menos condición física para semejante reto. Y aunque jamás me vi rebasando la meta, tomé ese circuito como un “paseo turístico” (preferí eso a esperar dos horas a que llegaran mis amigos).
El domingo a las 7 horas todo estaba listo: los corredores, el circuito y yo, el novato que estaba metido en una encrucijada deportiva por obra y gracia del contagio de los demás. Cuando sonó el disparo de salida puse los pies en marcha sin un objetivo claro y mi ritmo era tan lento que imaginaba a una tortuga del Acuario rebasarme sin problema alguno (lo cual minaba mi autoestima). Luego del kilómetro 5 mis piernas retomaron su mirada amenazante, mis hombros manifestaron tensión y las ampollas comenzaron a darse un festín con mis pies, pero no me detuve.
Así acumulé más distancia hasta que mi cuerpo decidió ponerme un alto definitivo: había alcanzado 13 kilómetros y nunca pude explicarme cómo. Atravesé el camellón y caminé hasta el punto de encuentro donde mis amigos ya esperaban; ellos estaban más emocionados que yo al saber mi nueva hazaña.
De regreso al DF, seguía sin entender cómo me había apoderado de ese número 13, y aunque no encontré la respuesta, por primera vez supe que, sin importar la distancia, lo fundamental para correr es desearlo y disfrutarlo. Seis horas después, cuando el viaje llegó a su fin, bajé del autobús arrastrando las piernas, pero con la firme intención de volver el siguiente año a sacudir el asfalto veracruzano.
Mi adicción empezaba a tomar forma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario