martes, 14 de agosto de 2012

Kilómetros de montaña y aventura


Cinco de la mañana y la lluvia no cesaba. “¿Así vamos a correr en la montaña?”, pensé. Entonces dimensioné el tamaño del reto que venía: si el Maratón Rover tiene su fama bien ganada, debe ser por algo. ¡Órale, menos quejas y más actitud! ¡Vamos por esos 42 kilómetros!

Armado con camelbak, cinturón de hidratación, un par de geles y popotes con miel, salí de casa y en el camino al arranque empezó el desfile de dudas en mi mente: ¿me habrá faltado entrenamiento?, ¿cómo nos tratará el clima?, ¿y si me caigo en un charco y no sé nadar?, ¿habrá quesadillas en el puesto de abastecimiento de Tres Marías?, ¿y si me pierdo y acabo en La Marquesa? ¿existirá la Bruja de Blair en esos bosques?, ¿cuántas ampollas sumaré a mi colección? ¡Al diablo con todo! Mejor corramos y disfrutemos, el resto no importa.

Uno a uno fuimos llegando, nos saludamos, tomamos la foto de rigor y nos agrupamos en la salida. Se anunció el arranque y comenzaba la aventura. En medio de la oscuridad, nuestros pasos cimbraron el asfalto para después dar cabida a la sobredosis de montaña que nos esperaba.

Nos internamos en la lluvia y la neblina los primeros kilómetros. Cuesta arriba, el entorno por momentos tomaba tintes fantasmagóricos pero espectaculares. Cobijados por el frío, en la quietud de la montaña nuestros pasos no se detenían y presumían fortaleza para seguir adelante.

La primera escala, el Arco de Piedra, me era familiar y disfruté mucho a su llegada, pues en repetidas ocasiones había estado en ese territorio vía ciclopista. Ahí me detuve un instante, respiré el paisaje, me hidraté y continué. Esto apenas comenzaba y las pulsaciones, al igual que la altimetría, iban cada vez más en aumento.

Poco a poco nos alejamos de la ciudad y a través de serpenteantes veredas el trayecto marcado nos invitaba a disfrutar su ruta. Caminábamos y trotábamos, no más, porque había que dosificar el esfuerzo. Alrededor nuestro, el pasto dejaba ver la escarcha en sus puntas, consecuencia de la baja temperatura que nos envolvía; la respiración se agitaba y una larga fila de corredores se dejaba ver a lo largo del sendero.

A continuación, los Llanos del Pelado inundaron mis pupilas con una extraordinaria postal: verde por doquiera acompañado de un cielo azul fantástico. Palabras me faltan para describir ese momento que todavía recreo en mi mente. Pero llegó el cerro del mismo nombre y entonces sí, el aliento casi se me esfuma por el esfuerzo que representó acabar con esa subida que nos llevó al kilómetro 18.  Habíamos conquistado la cima, ahora venía la bajada.

Con las piernas más sueltas, incrementé un poco el ritmo, aunque después bajé nuevamente la intensidad ante el desnivel del terreno y sus piedras esparcidas a lo largo y ancho del camino. En algunos tramos nos abrimos paso entre la hierba y algunos troncos atravesados en la ruta; hasta ese punto la carrera se tornaba muy interesante. Mejor, imposible.

Más adelante, en Fierro del Toro, un grupo de personas alentaba a los corredores en ese poblado pintoresco mientras yo ya estaba “entonado” de kilometraje para seguir moviendo las piernas. No había dolor, tampoco cansancio; iba a todo dar y feliz cual si fuera niño en día de campo.

Cinco kilómetros después, en Tres Marías, el momento fue muy especial: escuché un par de gritos con mi nombre diciendo “¡vas bien, vas bien!”. Eran los amigos de entrenamientos, de carreras, de experiencias compartidas. Entonces mi energía recobró su forma y no hubo pared alguna que me detuviera. Crucé la carretera, me interné nuevamente en la montaña y a través de senderos estrechos corrí el resto de la competencia entre humedad y piedras.

Brinqué charcos, me caí, me levanté, recordé, soñé, canté, grité, llené los tenis de lodo, fui más allá de mis límites y me ilusioné. Cuando corres un maratón, y particularmente en montaña, llega un momento en que el asunto se vuelve más mental y espiritual que físico. Algunos dicen que es una locura, pero bien vale la pena olvidar la cordura en casa por algunas horas para experimentar ciertos desafíos; hay que ponerle sabor a la vida.

“¡Una vuelta a Cuemanco y llegamos!”, escuché decir a un amigo: sólo cinco kilómetros nos separaban de la meta. Vi así los últimos senderos boscosos, la tierra mojada, la hierba esparcida y los caminos que se ampliaban y estrechaban en cuestión de metros.

Y cuando el cronómetro sumaba seis horas, apareció el Estadio Centenario; faltaba únicamente una vuelta a la pista para cumplir el reto. Entonces vi cercana la meta, esos metros finales donde corres tan fuerte como puedes, esos segundos que quisieras fueran eternos, esa sensación única e inexplicable. Porque cada maratón es diferente aunque la distancia sea la misma; es una batalla ganada a ti mismo, porque detrás de ese instante hay cientos de horas de entrenamiento, alegrías y sacrificios. Al final, sabes que todo valió la pena.

Mis amigos ya esperaban con su grito de aliento, el abrazo de felicitación, la sonrisa contagiosa, una cerveza para celebrar y las dos palabras que ansías escuchar desde el inicio de la carrera: “lo lograste”.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...