sábado, 8 de febrero de 2014

Diario purépecha



La mañana es gélida pero el paisaje lo aminora. Desde aquel mirador, un mar de tejados invade el cielo que presume un azul especial, único. Hay mucho por hacer: regalarle al paladar los cálidos sabores de la región, volverme cazador de amaneceres, caminar a través de calles empedradas, ser testigo de la fe que abrazan los pobladores, ocupar primera fila en un atardecer y escuchar la quietud cotidiana del lugar.

Aquí, donde la prisa corre muy despacio, mis pasos se hacen pausados uno a uno. “La tranquilidad es contagiosa”, me digo, y dejo que las manecillas sigan su curso sin regalarles queja alguna. Entonces admiro la historia impregnada en las fachadas vestidas de rojo y blanco, los destellos de faroles que cobijan la medianoche y ese olor a provincia que devuelve vida a los sentidos.

Pasan los días y el camino andado vuelve a ser el mismo: motor de lancha, lago convertido en espejo de nubes y montañas, mariposeros que hunden sus redes conforme la tradición lo dicta y veredas isleñas que buscan acercarme un poco al cielo. Fotografías, recuerdos y un sol quemante que sabe distinto. Ataques de reflexión: futuro cercano y rutina lejana; pienso y no, deseo y no. Quizá este camino andado ya no es más el mismo desde ahora.

Me pierdo entre callejones. Ibarra, Lerín, Codallos, Juárez… mientras llegue puntual al momento en que las nubes se tornan rojizas, el resto no importa mucho. Recargado en un herraje curveado en forma de frágil barandal, atestiguo el instante preciso en que el sol se oculta detrás de la montaña. Respirar atardeceres debería ser actividad obligatoria.

Mi estancia para el descanso es en el lugar acostumbrado: losetas de colores, un pequeño patio que aún alberga flores decembrinas, pasillos hacia cualquier dirección, paredes amarillas, techos altos y puertas de madera; lo extraordinario de lo sencillo en cada rincón. Desde un balcón observo cómo se apaga el día y se encienden los faroles que conforman una hilera interminable de destellos en la calle: la última postal nocturna de mi visita a este pueblo mágico.

Amanece y estas líneas descifran su párrafo final. Hoy hubo menos fotografías pero más recuerdos y me dio nuevamente por el ejercicio de llenar la hoja en blanco que había abandonado en algún lugar del calendario. El regreso es inminente y mientras pongo orden en la maleta digo en voz baja una palabra a manera de promesa, la misma que hago cada vez que mis pasos se alejan de este lugar. El camino espera, la vida también. Empezar de nuevo es el propósito y Pátzcuaro es el nombre indicado para hacerlo. Volveré.

Siempre

Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases, párrafo...