El periférico de la Ciudad de México es una miscelánea de acontecimientos. En él podemos encontrar tráfico vehicular, vendedores ambulantes en los carriles centrales, inundaciones, camiones cuyo exceso de estatura les impide pasar debajo de algún puente, manifestaciones y hasta corredores que se apoderan de su asfalto una vez al año.
Yo me enteré del kilométrico recorrido deportivo gracias a un amigo, quien tenía en su haber varios medios maratones celebrados en el mes de junio y me platicaba sus legendarias andanzas por los rumbos sureños de semejante vía rápida. Y aunque toda mi vida he sido vecino del periférico, nunca tuve la idea siquiera de echar un vistazo a lo que acontecía en esa carrera, pero ese año no podía faltar en sus filas. Entonces llené mi inscripción y pagué la cuota correspondiente para ser partícipe de los mejores 21K de Latinoamérica, según dicen los que saben.
Y así, invadido de confianza por el resultado veracruzano cinco meses atrás, me atreví a pegarme en la espalda mi tiempo objetivo: 1:45. “De ida es pura bajada y el regreso sólo tiene una subida. Nada del otro mundo que no pueda lograr; esta vez mejoraré mi tiempo”, aseguraba. Iluso de mí, pues nadie me dijo que la altura del DF y la altimetría de la carrera son infinitamente distintas a las del territorio jarocho.
Comenzaron, pues, a elevarse las pulsaciones, y mi emoción fue directamente proporcional al paso establecido hasta los 12 kilómetros, donde el cronómetro mostraba un rostro muy amable y alentador, mismo que cambiaría después de emprender el camino de regreso. Las subidas multiplicaban el esfuerzo y poco a poco la energía se esfumaba en medio de un mar de gente que alentaba lo mismo en puentes que en camellones. Ahí fue donde me di cuenta de lo extraordinario de este medio maratón, en el cual participan familias completas y el apoyo resulta evidente a cada paso.
En el kilómetro 16 el pavimento se elevó frente a mí y sentía una extraña pesadez en mis piernas. “¿Qué diablos hago aquí?”, fue la pregunta que asaltó mi mente. Ganas no me faltaban para girar a la derecha e irme a mi casa, que en ese momento estaba más cerca que la meta misma. Pero justo ahí, un par de camisetas que me rebasaron me dieron la respuesta: “Papá” e “Hijo” podía leerse en cada una de ellas.
Cuando tenía 12 años, durante las vacaciones escolares, mi papá solía llevarme a correr al Bosque de Tlalpan. Desde luego que lo mío era por pura diversión, porque ni remotamente pensaba hacerlo en forma varios años después. Entonces mi memoria excavó en sus recuerdos y, al visualizar aquellos instantes, la adrenalina le devolvió la vida a mis pasos. Minutos después, cuando la subida se convirtió en historia, de un puente peatonal surgió una voz que decía “¡Tú puedes!”: eran mis padres con las manos en alto y la emoción reflejada en sus caras. El contagio fue inminente y el resto de los kilómetros desaparecieron casi sin darme cuenta.
Finalmente, el tiempo cronometrado rebasó las dos horas, pero no me importó en lo más mínimo, ya que la experiencia superó mis expectativas y todo cuanto sucedió en ella tuvo un sabor diferente, único. A partir de esa fecha, el Medio Maratón del Día del Padre está en mi lista de indispensables, el Bosque de Tlapan se convirtió en segundo hogar y ahí, en el mismo puente, cada año escucho un grito de apoyo que me impulsa a seguir adelante.
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