La
campana se oye discreta y la plaza despierta envuelta en bruma; la baja
temperatura cobija los pocos pasos de quienes vamos por aquí entre ofrendas, un aroma a copal y flores de cempasúchil. Para menguar un poco el clima, mis
manos rodean un vaso de café caliente que hace más llevadera la mañana.
—Algunos dicen que es por el frío que cala
recio en estos días; otros, que por la fecha. Nomás échele un ojito al
calendario, le aseguro que es por eso —dijo de repente una voz de gran edad,
como para darle explicación al momento—. Venga, mírelo usted mismo; párese aquí
y vea a través del agua.
Escéptico por lo que decía el señor,
cambié de lugar hacia un punto cercano a la fuente; en ese instante, el sol
reflejó sus primeros rayos y con la iglesia de fondo, siluetas y colores se
dibujaron entre sus líneas de agua: eran personas que parecían esperar algo,
pacientes y en silencio. Sus atuendos, de aspecto antiguo, eran de manta,
huaraches y sombrero de paja en los hombres; falda, rebozo tejido de colores y
en su mayoría descalzas en las mujeres.
—¿Lo notó? Ahora venga, párese aquí y ya
no verá a nadie —dijo el anciano—. Así pasa cada año, cada ciclo; es la magia
de este lugar.
—Debe ser un efecto extraño por el agua
—respondí sorprendido.
—No se crea, usted vio bien y entiendo su
asombro; déjeme le explico.
“Hace mucho tiempo esto era un cementerio,
justo donde está parado ahora; aquí era el atrio y al fondo la iglesia, como
aún permanece. Esos arcos detrás de usted eran la entrada, para que vea que no
le miento. Con el tiempo la ciudad fue creciendo y del camposanto nomás quedó
el recuerdo.
Los lugareños venían a oír misa y a pasar
el rato con sus difuntos en días como hoy; ya sabe, a traerles comida, a
platicar con ellos, a cantarles, y mírelos, puntuales como cada año. ¿Verdad
que es bonito conservar la tradición?”
—Claro, también me gusta esta fecha. ¿Cómo
me dijo que se llama?
—Jacinto, soy Jacinto Pérez para servirle
—respondió el anciano.
—Es un gusto, señor. Resulta grato
encontrar a cronistas que relaten sus historias de una forma tan interesante
como lo hace usted. ¿Es nativo de aquí?
—Sí, joven. Este es mi pueblo, aquí crecí,
fui a la escuela, trabajé de carpintero y también vi morir a mucha gente. Qué
pena que algunos ya no estén —dijo
cambiando su tono de voz y santiguándose mientras quitaba su sombrero.
—Lo entiendo, sé lo que significa perder a
seres queridos y duele bastante. Pero anímese, con sus narraciones estoy seguro
de que sorprende a muchos; Coyoacán es un lugar muy rico en historia y como
usted pocos, se lo aseguro.
—Gracias, joven. ¿Sabe? Quiero pedirle un
favor: si está en su voluntad…
—Por supuesto, no tiene que decirlo
—interrumpí su petición mientras metía mi mano al bolsillo del pantalón para
buscar algunas monedas.
—No, joven, creo que no me está
entendiendo. Sólo le pido que nos ayude con una lucecita para nuestro regreso,
puede ponerla aquí en alguna ofrenda de la plaza, entre las flores y las
calaveras de cartón. También le pido que nos regale un poco de agua, pues
venimos de muy lejos y tenemos sed; créame, con eso me doy por bien servido…
ahora sigamos nuestro camino, usted aquí y yo con ellos.
En ese momento no supe qué decir, parecía
como si el tiempo se hubiera detenido por algunos instantes y de repente me
encontré solo. Al ver nuevamente a través del agua de la fuente, observé al
señor Jacinto que se dirigía al interior de la iglesia entre las demás
personas. Afuera, el organillo comenzó sus melodías y la vida regresaba a la
plaza: el bullicio, la gente, lo cotidiano. El año venidero la cita será
puntual, como ahora, como antes, como siempre.
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