Cuando era niño y llegábamos al rancho a través de
aquel camino que aún era de tierra, solía ver hacia la montaña mientras la
noche nos cubría e imaginaba que los árboles que bordeaban la cima eran
gigantes que se acercaban mientras avanzábamos.
Era una sensación extraña, mezcla de emoción y temor
en un ambiente pleno de oscuridad y misterio que en la ciudad nunca sentía. Así
sabía que estábamos muy cerca, luego de casi ocho horas de viaje, de aquel
sitio lejano que por herencia materna conocí a temprana edad.
Entonces me enteré de personas, colores, formas,
sabores y sonidos que para mí eran totalmente desconocidos; de silencios que
maravillaban y de quietudes asombrosas; de paisajes infinitos y gélidos
amaneceres que cobijaban el alma.
Ahí conocí historias de fantasmas relatadas a la luz
de las velas que alimentaban mi anhelo por saber si algo de aquello era cierto
y podía conocerlo por mí mismo, aunque todo quedó en meras intenciones.
Desde entonces fui acumulando un cariño especial por
esa tierra y sus detalles que, a pesar de los años, quedan como testigos
silenciosos de las vivencias convertidas en recuerdos, de instantes tatuados en
la memoria.
Hoy los árboles ya no son gigantes que esperan en la
oscuridad y las historias fantasmales no existen más, pero es bueno saber que
el asombro por estar ahí perdura y el paso del tren tiene vigencia, que los
tejados subsisten entre fachadas de modernidad y el aire se respira distinto,
que el cielo puebla el horizonte y el morado jacaranda se renueva siempre
puntual y perfecto.
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