Es lunes 13 de agosto y mis piernas exigen descanso. Y cómo no, si ayer a las nueve de la mañana ya había completado mi segunda carrera oficial de 10 kilómetros. Entre el frío y la subidita de unos 200 metros que me retó a darle batalla, finalmente detuve el cronómetro en un tiempo mejor del planeado… seis minutos menos respecto a la primera vez que me atreví a correr semejante distancia.
¡Qué bonito es correr así! Disfrutar el recorrido mientras el Ipod agota su energía a la par de la mía y, además, saberse un poco sano es maravilloso. Desde los entrenamientos a las seis de la mañana hasta el recibimiento de la medalla al finalizar el evento, todo, es una agenda que disfruto y se me ha vuelto vicio.
El nivel aumenta siempre y cuando haya disciplina y voluntad. No crean que a veces levantarse con la oscuridad a cuestas es delicioso, pudiendo apagar la alarma y dormir un par de horas más. Pero el esfuerzo lo vale. Miles cumplimos el mismo objetivo de cruzar ese arco de meta y nos motivamos así a seguir en la siguiente competencia.
La zona de pre-arranque, el disparo de salida, el circuito y las fotos. El ambiente es único. Pero seguramente alguien del otro lado del mundo no piensa igual, o tal vez me equivoque. Supe de su existencia hoy mientras leía las noticias por internet y su caso me pareció absurdamente maravilloso.
Perdón, ¿dije absurdamente maravilloso? Así es y lo reitero. Se trata del llamado “niño prodigio del maratón”. Para no hacer el cuento largo, se trata de un chamaco que a sus seis primaveras corrió hace un año 65 kilómetros sin parar. Leyó usted bien. El equivalente a un ultramaratón y un poco más. Esa distancia para mí es una utopía, ni de rodillas o arrastrando llegaría a la meta, es más, ni en ambulancia después de que mis piernas se resquebrajaran allá por el kilómetro 23 o menos.
Imaginemos al niño seguir por ese camino del deporte. Jamás se ha sabido de algo similar, y si se le canaliza debidamente en ese ámbito atlético sin duda podríamos estar frente a un caso único en la historia. Lo malo de Buddhia Singh, como se llama el infante, es que su padre y representante lo trata indebidamente, porque no creo que golpearlo, colgarlo bocabajo del ventilador del techo y dejarlo sin comer durante dos días sea parte de su entrenamiento... al menos esa estrategia a mí no me funcionaría.
¿Así pondrá a prueba su resistencia física?, ¿las del ventilador serán sesiones de meditación? Pero a los seis años de edad eso es una aberrante tontería. Está bien que desee tener en la familia a un triunfador pero que tampoco exagere. Y encima de todo acusó al pequeño atleta de recolectar fondos y no compartirle ni un centavo... como si el entrenador hiciera las cosas correctamente. Se me hace que vio muchas películas de Rocky y sometió a su hijo a semejantes rutinas de ejercicio.
El tiempo dirá pues si Buddhia en verdad está hecho para tales competencias o si las exigencias de su progenitor le han obligado a ponerlo en ese lugar. Si es lo primero, mi reconocimiento para el “niño prodigio del maratón”, y si es lo segundo, que al padre lo metan al tambo por abuso de menores y al niño lo manden a la escuela para que tenga una vida normal.
¡Qué bonito es correr así! Disfrutar el recorrido mientras el Ipod agota su energía a la par de la mía y, además, saberse un poco sano es maravilloso. Desde los entrenamientos a las seis de la mañana hasta el recibimiento de la medalla al finalizar el evento, todo, es una agenda que disfruto y se me ha vuelto vicio.
El nivel aumenta siempre y cuando haya disciplina y voluntad. No crean que a veces levantarse con la oscuridad a cuestas es delicioso, pudiendo apagar la alarma y dormir un par de horas más. Pero el esfuerzo lo vale. Miles cumplimos el mismo objetivo de cruzar ese arco de meta y nos motivamos así a seguir en la siguiente competencia.
La zona de pre-arranque, el disparo de salida, el circuito y las fotos. El ambiente es único. Pero seguramente alguien del otro lado del mundo no piensa igual, o tal vez me equivoque. Supe de su existencia hoy mientras leía las noticias por internet y su caso me pareció absurdamente maravilloso.
Perdón, ¿dije absurdamente maravilloso? Así es y lo reitero. Se trata del llamado “niño prodigio del maratón”. Para no hacer el cuento largo, se trata de un chamaco que a sus seis primaveras corrió hace un año 65 kilómetros sin parar. Leyó usted bien. El equivalente a un ultramaratón y un poco más. Esa distancia para mí es una utopía, ni de rodillas o arrastrando llegaría a la meta, es más, ni en ambulancia después de que mis piernas se resquebrajaran allá por el kilómetro 23 o menos.
Imaginemos al niño seguir por ese camino del deporte. Jamás se ha sabido de algo similar, y si se le canaliza debidamente en ese ámbito atlético sin duda podríamos estar frente a un caso único en la historia. Lo malo de Buddhia Singh, como se llama el infante, es que su padre y representante lo trata indebidamente, porque no creo que golpearlo, colgarlo bocabajo del ventilador del techo y dejarlo sin comer durante dos días sea parte de su entrenamiento... al menos esa estrategia a mí no me funcionaría.
¿Así pondrá a prueba su resistencia física?, ¿las del ventilador serán sesiones de meditación? Pero a los seis años de edad eso es una aberrante tontería. Está bien que desee tener en la familia a un triunfador pero que tampoco exagere. Y encima de todo acusó al pequeño atleta de recolectar fondos y no compartirle ni un centavo... como si el entrenador hiciera las cosas correctamente. Se me hace que vio muchas películas de Rocky y sometió a su hijo a semejantes rutinas de ejercicio.
El tiempo dirá pues si Buddhia en verdad está hecho para tales competencias o si las exigencias de su progenitor le han obligado a ponerlo en ese lugar. Si es lo primero, mi reconocimiento para el “niño prodigio del maratón”, y si es lo segundo, que al padre lo metan al tambo por abuso de menores y al niño lo manden a la escuela para que tenga una vida normal.
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