Viernes 4 de julio. Diez minutos me separaban de las 10 de la mañana. El rumbo: sur de la ciudad camino al trabajo. Todo comenzaba de maravilla. El sol se asomaba entre nubarrones grises y después del baño mañanero, un rico desayuno me cargaba la pila para terminar decentemente la semana laboral.
Pero claro, esta vida suele despertarte a la realidad tan pronto comienzas a soñar. Me refiero a que en un espléndido DF’ctuoso como el nuestro a veces no puedes salir a la calle con el ánimo tan positivo porque de inmediato algunos ciudadanos distinguidos acaban con tus ganas por sus acciones primitivas, específicamente los dueños del volante del transporte público. Desmiéntanme si me equivoco.
Resulta pues que en una calle cercana al centro comercial Gran Sur, y próximo a un tope, un señor pretendía cruzar la calle pero cometió un gran error: tratar de hacerlo frente a un microbús. Por supuesto que la decencia al volante se lo impidió y el transeúnte casi termina como estampilla en el frente de la unidad motora. En ese preciso momento recordé el 10 de mayo en el calendario con dedicatoria especial, pero instantes después concluí que la culpa fue todita del que se atravesó la calle. Por un minuto pensé como microbusero y éstos fueron mis argumentos:
—Si me detengo a dejar pasar al don, puedo perder dos pasajes que esperan en la esquina.
—Disculpe señor, si le cedo el paso, no alcanzaré la luz verde del semáforo (aun así, pretendía pasármela).
—¡Ah, no! ¿Quién se cree éste para ponerse con mi unidad motora?, ahora resulta que un simple mortal quiere ganarme el paso.
—Como no me suben la tarifa, ¡ábranse todos! soy el dueño del asfalto.
Mentalidad jodida, desde luego. Apenas había visto a mi vecino regresar de su rehabilitación tras ser atropellado hace unos meses, mientras recordaba que a mí casi me plancha un camión cuando andaba en bicicleta, y ahora esto.
La estadística no miente: 13.6 atropellados por día en esta contaminada urbe (me pregunto qué fin tiene ese .6 de persona arrollada) es una cifra de miedo, pero qué vamos a hacer en un lugar ideado para los vehículos y donde las banquetas están en peligro de extinción. Ahora entiendo mis rezos y escalofríos cuando abordo una unidad de esas.
También falta cultura vial, eso me queda muy claro. Los puentes peatonales a veces parecen simple adorno, y cruzar en las esquinas luego es mera utopía, pero de eso a que frente a ti pase un individuo de 50 años y aventarle la mole sobre ruedas, hay mucha diferencia. Sin embargo, recordemos que en esta ciudad los microbuseros tienen tatuada en la frente la frase: “ACELERO, LUEGO EXISTO”.
Sí, ya sé que no es bueno generalizar. No todos los maestros del volante son iguales. Me disculpo por acusarlos al por mayor, ya que únicamente el 98% son cafres... y el resto quién sabe.
Pero claro, esta vida suele despertarte a la realidad tan pronto comienzas a soñar. Me refiero a que en un espléndido DF’ctuoso como el nuestro a veces no puedes salir a la calle con el ánimo tan positivo porque de inmediato algunos ciudadanos distinguidos acaban con tus ganas por sus acciones primitivas, específicamente los dueños del volante del transporte público. Desmiéntanme si me equivoco.
Resulta pues que en una calle cercana al centro comercial Gran Sur, y próximo a un tope, un señor pretendía cruzar la calle pero cometió un gran error: tratar de hacerlo frente a un microbús. Por supuesto que la decencia al volante se lo impidió y el transeúnte casi termina como estampilla en el frente de la unidad motora. En ese preciso momento recordé el 10 de mayo en el calendario con dedicatoria especial, pero instantes después concluí que la culpa fue todita del que se atravesó la calle. Por un minuto pensé como microbusero y éstos fueron mis argumentos:
—Si me detengo a dejar pasar al don, puedo perder dos pasajes que esperan en la esquina.
—Disculpe señor, si le cedo el paso, no alcanzaré la luz verde del semáforo (aun así, pretendía pasármela).
—¡Ah, no! ¿Quién se cree éste para ponerse con mi unidad motora?, ahora resulta que un simple mortal quiere ganarme el paso.
—Como no me suben la tarifa, ¡ábranse todos! soy el dueño del asfalto.
Mentalidad jodida, desde luego. Apenas había visto a mi vecino regresar de su rehabilitación tras ser atropellado hace unos meses, mientras recordaba que a mí casi me plancha un camión cuando andaba en bicicleta, y ahora esto.
La estadística no miente: 13.6 atropellados por día en esta contaminada urbe (me pregunto qué fin tiene ese .6 de persona arrollada) es una cifra de miedo, pero qué vamos a hacer en un lugar ideado para los vehículos y donde las banquetas están en peligro de extinción. Ahora entiendo mis rezos y escalofríos cuando abordo una unidad de esas.
También falta cultura vial, eso me queda muy claro. Los puentes peatonales a veces parecen simple adorno, y cruzar en las esquinas luego es mera utopía, pero de eso a que frente a ti pase un individuo de 50 años y aventarle la mole sobre ruedas, hay mucha diferencia. Sin embargo, recordemos que en esta ciudad los microbuseros tienen tatuada en la frente la frase: “ACELERO, LUEGO EXISTO”.
Sí, ya sé que no es bueno generalizar. No todos los maestros del volante son iguales. Me disculpo por acusarlos al por mayor, ya que únicamente el 98% son cafres... y el resto quién sabe.
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