El kilómetro 7 de la carretera Picacho-Ajusco marcó el punto de salida y la lista de indispensables estaba cubierta: botellas con bebidas energéticas estacionadas alrededor de la cintura, geles en espera de inyectar glucosa al organismo, música invasora de energía en los oídos, y cronómetro abrazando la muñeca izquierda. Eran 8:22 de la mañana y, cobijados por el frío que aún prevalecía en el ambiente, comenzó nuestro andar.
El objetivo del día señalaba 34 kilómetros, sin embargo, mi entrenamiento consistiría en tres puntos fundamentales: aprender a administrar la energía durante el recorrido, cubrir la distancia en su totalidad a un ritmo cómodo pero constante y, sobre todo, disfrutar el trayecto. Así que no faltaba más y los pies se pusieron en marcha.
A casi 3,000 msnm apareció la primera gran postal: el Valle de México que despertaba envuelto por nubes y le otorgaban un aspecto fantasmagórico. Más tarde, al bordear la montaña con el Pico del Águila asomado cerca de nosotros, el segundo regalo a la vista hacía su aparición: distantes, el Popocatépletl y el Iztaccíhuatl mostraban su grandeza dándole al paisaje una inigualable perfección.
La suma de metros continuaba en medio de maizales que tapizaban de verde el campo, de borregos que hacían sonar sus cencerros a la orilla de la ciclopista mientras desayunaban el pasto mojado, de un señor que domesticaba un caballo en el patio de su casa, y de ese olor tan peculiar que posee la atmósfera rural, aun inserta en la gran urbe. Incluso por momentos eran únicamente las pulsaciones cardiacas las que se mezclaba con el trinar de las aves o el cantar de un gallo.
De repente escuchamos rugir algunos motores en un camino paralelo al nuestro y más adelante, cuando vimos “La Cúpula”, supimos que era la señal: habíamos llegado al cruce con la carretera federal a Cuernavaca; nos encontrábamos a la mitad de nuestra ruta. Teníamos completada la distancia de ida y el regreso daba inicio.
Minutos más tarde recordé la frase que un amigo me dijo alguna vez: “el maratón empieza en el kilómetro 30”… y justo en ese momento me encontraba instalado en ese punto. Una pared amenazaba con bloquear el camino pero las piernas parecían no derribarse ante tal reto. La energía fluía constante, y cuál fue mi sorpresa al saberme fuerte después de tres horas de entrenamiento. La estrategia había funcionado para ser mi primera vez en gran distancia. La lección fue clara: paciencia y concentración son la clave para cumplir el objetivo.
Luego de 3 horas y 27 minutos el punto de partida se veía cercano nuevamente, pero ahora mostraba un rostro distinto: era nuestra meta. Llegué cantando Somos los campeones, y aunque quizás al siguiente día me costaría un esfuerzo sobrehumano levantarme de la cama, por hoy nadie me arrebataría la magnífica experiencia que el running me regaló.
Esa mañana fuimos cuatro. Cada quien a su ritmo, cada cual con su estrategia, pero todos con el mismo objetivo llamado maratón. Antes de emprender el regreso y abordar el automóvil, uno de ellos dijo: “nosotros hacemos lo que el 80% de la población no hace… gracias por estos momentos”. Y entonces todos sonreímos.
El objetivo del día señalaba 34 kilómetros, sin embargo, mi entrenamiento consistiría en tres puntos fundamentales: aprender a administrar la energía durante el recorrido, cubrir la distancia en su totalidad a un ritmo cómodo pero constante y, sobre todo, disfrutar el trayecto. Así que no faltaba más y los pies se pusieron en marcha.
A casi 3,000 msnm apareció la primera gran postal: el Valle de México que despertaba envuelto por nubes y le otorgaban un aspecto fantasmagórico. Más tarde, al bordear la montaña con el Pico del Águila asomado cerca de nosotros, el segundo regalo a la vista hacía su aparición: distantes, el Popocatépletl y el Iztaccíhuatl mostraban su grandeza dándole al paisaje una inigualable perfección.
La suma de metros continuaba en medio de maizales que tapizaban de verde el campo, de borregos que hacían sonar sus cencerros a la orilla de la ciclopista mientras desayunaban el pasto mojado, de un señor que domesticaba un caballo en el patio de su casa, y de ese olor tan peculiar que posee la atmósfera rural, aun inserta en la gran urbe. Incluso por momentos eran únicamente las pulsaciones cardiacas las que se mezclaba con el trinar de las aves o el cantar de un gallo.
De repente escuchamos rugir algunos motores en un camino paralelo al nuestro y más adelante, cuando vimos “La Cúpula”, supimos que era la señal: habíamos llegado al cruce con la carretera federal a Cuernavaca; nos encontrábamos a la mitad de nuestra ruta. Teníamos completada la distancia de ida y el regreso daba inicio.
Minutos más tarde recordé la frase que un amigo me dijo alguna vez: “el maratón empieza en el kilómetro 30”… y justo en ese momento me encontraba instalado en ese punto. Una pared amenazaba con bloquear el camino pero las piernas parecían no derribarse ante tal reto. La energía fluía constante, y cuál fue mi sorpresa al saberme fuerte después de tres horas de entrenamiento. La estrategia había funcionado para ser mi primera vez en gran distancia. La lección fue clara: paciencia y concentración son la clave para cumplir el objetivo.
Luego de 3 horas y 27 minutos el punto de partida se veía cercano nuevamente, pero ahora mostraba un rostro distinto: era nuestra meta. Llegué cantando Somos los campeones, y aunque quizás al siguiente día me costaría un esfuerzo sobrehumano levantarme de la cama, por hoy nadie me arrebataría la magnífica experiencia que el running me regaló.
Esa mañana fuimos cuatro. Cada quien a su ritmo, cada cual con su estrategia, pero todos con el mismo objetivo llamado maratón. Antes de emprender el regreso y abordar el automóvil, uno de ellos dijo: “nosotros hacemos lo que el 80% de la población no hace… gracias por estos momentos”. Y entonces todos sonreímos.
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