El despertador sonó puntual y la oscuridad aún reinaba en el segundo domingo del mes de julio. El mal clima no parecía dar tregua, pero tampoco valía pretexto alguno para quedarse entre las cobijas y ver pasar así un fin de semana sin actividad deportiva. Entonces era momento de salir. El objetivo: 22 kilómetros a través de la ciclopista al sur de la ciudad.
La gran antena rojiblanca se asomaba en medio del camino y marcaba el punto de inicio. La adrenalina estaba lista y mis oídos eran presa de sonidos musicales que inyectaban energía a todo el cuerpo. Comenzó mi andar. Al frente, una subida inauguraba el recorrido envuelto por árboles y una ciudad distante que dormía bajo mis pies. El frío cobijaba mis pulmones. Más adelante, la primera gran postal del día: los volcanes que se asomaban entre espesas nubes blancas. Justo ahí, frente al espléndido paisaje dibujado ante mis ojos, me felicité por haberle robado horas de sueño al reloj hoy por la mañana.
Mis pasos continuaron acumulando kilómetros mientras el sol asomaba sus primeros rayos. El kilómetro siete de la carretera Ajusco-Picacho se fue alejando para dar paso a un majestuoso paisaje rural que, increíblemente, se puede disfrutar a pocos minutos de la gran urbe: campos de cultivo tapizados de verde, árboles atrincherados en una escarpada montaña, puestos de comida que ofrecían incluso pulque —¿venderán curados de Gatorade?, me pregunté—, animales pastando junto a la vía de dos carriles, y un interminable trino de aves que acompañan el sendero.
En otra época, el silente paisaje donde actualmente se ubica la ciclopista fue testigo de los pasos ferrocarrileros cuya ruta era México-Cuernavaca, y con la extinción de los vagones arrastrados por la máquina, la ruta obtuvo su nueva función. Su trazo parece una gran serpiente, y nosotros, al estar en ella, visitantes de su hábitat.
Por momentos, el único sonido era el de mis pasos devorados por el camino. De repente, un ejército canino apareció haciendo valla y observando el andar de quienes ahí pasábamos. Entonces fue preciso admirar un cercano Pico del Águila que se levantaba imponente ante mi vista. Once mil metros se reflejaban en el monitor electrónico y, a pesar del paisaje que invitaba a continuar su recorrido, la distancia del entrenamiento indicaba el regreso inminente; la altura me regaló una dosis extra de oxígeno y volví para completar el kilometraje del día.
Dos horas después del arranque, la gran antena apareció nuevamente y atrás quedó el sinuoso camino donde, por momentos, el silencio se escuchó para presenciar una a una las pulsaciones cardiacas que me acompañaban. Así pues, un total de 22 kilómetros bastaron para vivir la gratificante experiencia de correr rodeado de naturaleza en un lugar que parece tan lejano de la ciudad, que apenas lo tenemos a 15 minutos del periférico sur.
Por hoy la misión está cumplida. Un circuito más queda registrado en mi plan rumbo al Maratón de la Ciudad de México y, desde luego, en espera de repetir la experiencia próximamente.
Y tú, ¿qué estabas haciendo hoy a las 8 de la mañana?
La gran antena rojiblanca se asomaba en medio del camino y marcaba el punto de inicio. La adrenalina estaba lista y mis oídos eran presa de sonidos musicales que inyectaban energía a todo el cuerpo. Comenzó mi andar. Al frente, una subida inauguraba el recorrido envuelto por árboles y una ciudad distante que dormía bajo mis pies. El frío cobijaba mis pulmones. Más adelante, la primera gran postal del día: los volcanes que se asomaban entre espesas nubes blancas. Justo ahí, frente al espléndido paisaje dibujado ante mis ojos, me felicité por haberle robado horas de sueño al reloj hoy por la mañana.
Mis pasos continuaron acumulando kilómetros mientras el sol asomaba sus primeros rayos. El kilómetro siete de la carretera Ajusco-Picacho se fue alejando para dar paso a un majestuoso paisaje rural que, increíblemente, se puede disfrutar a pocos minutos de la gran urbe: campos de cultivo tapizados de verde, árboles atrincherados en una escarpada montaña, puestos de comida que ofrecían incluso pulque —¿venderán curados de Gatorade?, me pregunté—, animales pastando junto a la vía de dos carriles, y un interminable trino de aves que acompañan el sendero.
En otra época, el silente paisaje donde actualmente se ubica la ciclopista fue testigo de los pasos ferrocarrileros cuya ruta era México-Cuernavaca, y con la extinción de los vagones arrastrados por la máquina, la ruta obtuvo su nueva función. Su trazo parece una gran serpiente, y nosotros, al estar en ella, visitantes de su hábitat.
Por momentos, el único sonido era el de mis pasos devorados por el camino. De repente, un ejército canino apareció haciendo valla y observando el andar de quienes ahí pasábamos. Entonces fue preciso admirar un cercano Pico del Águila que se levantaba imponente ante mi vista. Once mil metros se reflejaban en el monitor electrónico y, a pesar del paisaje que invitaba a continuar su recorrido, la distancia del entrenamiento indicaba el regreso inminente; la altura me regaló una dosis extra de oxígeno y volví para completar el kilometraje del día.
Dos horas después del arranque, la gran antena apareció nuevamente y atrás quedó el sinuoso camino donde, por momentos, el silencio se escuchó para presenciar una a una las pulsaciones cardiacas que me acompañaban. Así pues, un total de 22 kilómetros bastaron para vivir la gratificante experiencia de correr rodeado de naturaleza en un lugar que parece tan lejano de la ciudad, que apenas lo tenemos a 15 minutos del periférico sur.
Por hoy la misión está cumplida. Un circuito más queda registrado en mi plan rumbo al Maratón de la Ciudad de México y, desde luego, en espera de repetir la experiencia próximamente.
Y tú, ¿qué estabas haciendo hoy a las 8 de la mañana?
No hay comentarios:
Publicar un comentario