Una mañana cualquiera de jueves. Me desprendo las cobijas, visito la regadera, ingiero la dosis recomendada de cereales y salgo con el mejor de los pretextos laborales.
Vehículo en marcha. La luz verde en el semáforo me hace pisar el acelerador cuando frente a mí, a escasos 10 centímetros, se atraviesa un taxista que se pasó el alto en pleno crucero. Le hago un gesto y murmullo algunas maldiciones. Mi papá, desde el lugar del copiloto, me pregunta para qué me pongo en ese plan, si sabemos de antemano que muchos amigos del volante son de esa estirpe. “Por gente como esa es que estamos jodidos”, le contesto. Supuse que su silencio como respuesta me dio la razón.
Minutos después, el GPS mental me conduce al trabajo. Al llegar, reviso mis bolsillos y nada, verifico en cuanta bolsa tiene la mochila que pende de mi hombro y tampoco… entonces la puerta, postrada frente a mí, se burla ingratamente: había olvidado la llave para entrar a la oficina. Aquellos minutos que gané para llegar temprano, ahora los perdería de regreso a casa por el trozo metálico con dientes que ayer se quedó escondido en algún rincón de mi chamarra.
De regreso, lo que faltaba: periférico con su interminable fila de autos y ahí, a 15 metros sobre mi costado derecho, un par de uniformados persigue a algunos chavos cuyo delito ignoro aunque tampoco me interesa. Se escuchan balazos, dos para ser exactos, y el mismo número de sujetos huye de los policías mientras uno de ellos es asegurado y amablemente subido a una patrulla. “¿Podrían apuntar lejos de aquí?”, casi les grito, no es opción ser blanco de alguna bala perdida porque tengo bastante trabajo y mucho me temo que llegaré tarde por mi pequeño descuido.
Avanzan los vehículos. Llego a casa y en el clóset esculco las bolsas de la prenda que resguardó indebidamente la susodicha llave. Invoco el espíritu de Schumacher y ahí voy de nuevo, con el acelerador a fondo pero… momento. Bajo un poco la mirada y frente a mis ojos, una aguja se muestra débil: media reserva de gasolina me implora se le abastezca cuanto antes.
Próxima escala: gasolinera. ¡Con lo que significan cinco minutos en este preciso instante! Delante de mí, otro taxista —para variar— se detiene un momento y comienza a observar, una por una, cuál será la bomba donde entrará para darle de beber a su vehículo. “Pareces niño en panadería que no sabe si elegir dona, concha o bolillo”, pensé. Entonces lo rebaso y me reclama mediante el claxon y una mirada amenazante de telenovela… ya no entiendo a esta gente.
Bomba dos, sí. Es un Chevy y lo despachan rápido. El uniformado café saca la manguera del auto pero habla mucho con el conductor quien resultó ser su amigo. Se saludan, platican y el empleado se recarga en la unidad motora para continuar su charla. ¡Muy bien Alejandro, has elegido la “bomba de los compadres” en la hora feliz! Suena la reversa y me mudo con la vecina. Se escucha el glu, glu, glu y el tapón clausura la toma completa. Hora de partir. Primera, segunda, tercera… curvas, topes, puentes, vía rápida… direccionales, freno, acelerador.
Diez minutos, poco menos. Récord personal. Me estaciono. Creo que tengo mareo estomacal, el excusado me lo confirma. No importa. Llegué de pie al escritorio y suena el teléfono. Una voz relajada del otro lado de la línea inaugura mi día laboral mientras pienso en un delicioso coctel de Dalay con dos cucharadas de Pepto y electrolitos orales. Lástima, ninguno de los tres ingredientes los tengo a la mano.
¿Y si mejor cuento hasta 10, otra vez?
Vehículo en marcha. La luz verde en el semáforo me hace pisar el acelerador cuando frente a mí, a escasos 10 centímetros, se atraviesa un taxista que se pasó el alto en pleno crucero. Le hago un gesto y murmullo algunas maldiciones. Mi papá, desde el lugar del copiloto, me pregunta para qué me pongo en ese plan, si sabemos de antemano que muchos amigos del volante son de esa estirpe. “Por gente como esa es que estamos jodidos”, le contesto. Supuse que su silencio como respuesta me dio la razón.
Minutos después, el GPS mental me conduce al trabajo. Al llegar, reviso mis bolsillos y nada, verifico en cuanta bolsa tiene la mochila que pende de mi hombro y tampoco… entonces la puerta, postrada frente a mí, se burla ingratamente: había olvidado la llave para entrar a la oficina. Aquellos minutos que gané para llegar temprano, ahora los perdería de regreso a casa por el trozo metálico con dientes que ayer se quedó escondido en algún rincón de mi chamarra.
De regreso, lo que faltaba: periférico con su interminable fila de autos y ahí, a 15 metros sobre mi costado derecho, un par de uniformados persigue a algunos chavos cuyo delito ignoro aunque tampoco me interesa. Se escuchan balazos, dos para ser exactos, y el mismo número de sujetos huye de los policías mientras uno de ellos es asegurado y amablemente subido a una patrulla. “¿Podrían apuntar lejos de aquí?”, casi les grito, no es opción ser blanco de alguna bala perdida porque tengo bastante trabajo y mucho me temo que llegaré tarde por mi pequeño descuido.
Avanzan los vehículos. Llego a casa y en el clóset esculco las bolsas de la prenda que resguardó indebidamente la susodicha llave. Invoco el espíritu de Schumacher y ahí voy de nuevo, con el acelerador a fondo pero… momento. Bajo un poco la mirada y frente a mis ojos, una aguja se muestra débil: media reserva de gasolina me implora se le abastezca cuanto antes.
Próxima escala: gasolinera. ¡Con lo que significan cinco minutos en este preciso instante! Delante de mí, otro taxista —para variar— se detiene un momento y comienza a observar, una por una, cuál será la bomba donde entrará para darle de beber a su vehículo. “Pareces niño en panadería que no sabe si elegir dona, concha o bolillo”, pensé. Entonces lo rebaso y me reclama mediante el claxon y una mirada amenazante de telenovela… ya no entiendo a esta gente.
Bomba dos, sí. Es un Chevy y lo despachan rápido. El uniformado café saca la manguera del auto pero habla mucho con el conductor quien resultó ser su amigo. Se saludan, platican y el empleado se recarga en la unidad motora para continuar su charla. ¡Muy bien Alejandro, has elegido la “bomba de los compadres” en la hora feliz! Suena la reversa y me mudo con la vecina. Se escucha el glu, glu, glu y el tapón clausura la toma completa. Hora de partir. Primera, segunda, tercera… curvas, topes, puentes, vía rápida… direccionales, freno, acelerador.
Diez minutos, poco menos. Récord personal. Me estaciono. Creo que tengo mareo estomacal, el excusado me lo confirma. No importa. Llegué de pie al escritorio y suena el teléfono. Una voz relajada del otro lado de la línea inaugura mi día laboral mientras pienso en un delicioso coctel de Dalay con dos cucharadas de Pepto y electrolitos orales. Lástima, ninguno de los tres ingredientes los tengo a la mano.
¿Y si mejor cuento hasta 10, otra vez?
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