Con
estricta puntualidad y cubierto por el sol de mediodía, cuatro horas y media
después de abordar el autobús puse fin a aquella veda acumulada desde hace 11
años que me recordaba constantemente que debía regresar a este mágico lugar. Desde
la terminal, un taxi me lleva a través de túneles y calles subterráneas al
sitio donde mi estancia durante tres días está confirmada. El aire colonial
empieza a invadir mis sentidos.
El
primer recorrido por la ciudad me regala instantes de museos, minas y paisajes.
Invadido por el asombro, cada imagen y explicación me confirman por qué este
sitio tiene bien ganada su fama internacional. Desde la historia de
Doña Constanza y Don Fulgencio en La Casa de los Lamentos, el calor húmedo en las entrañas de la tierra, la imponente vista desde el mirador y
hasta la misteriosa quietud de las momias, todo comienza a convertirse en una
experiencia única. Camino abajo, regreso al punto de origen con una bolsa
repleta de charamuscas, el primer recuerdo que irá de vuelta a casa.
El
día dos trae consigo un tour por tres lugares emblemáticos del estado, pero
antes una parada en Santa Rosa donde conozco más a
fondo al personaje que nos ha regalado noches de bohemia a más de uno. “Allí
nomás tras lomita se ve Dolores Hidalgo, yo allí me quedo paisanos, ahí es mi
pueblo adorado”, cantaba José Alfredo y cuyas palabras se reproducían en voz
del guía que nos señalaba aquella loma a la que se refería el autor ranchero. Y
más tarde, ya en el citado lugar, la tumba cubierta por un gran sombrero y un
enorme zarape multicolor que contiene gran parte del repertorio musical del
compositor nos hizo ver el cariño que su pueblo le sigue otorgando.
Hasta
entonces creí haberlo visto todo, por fortuna estaba equivocado. La última
tarde de mi estancia, el Cerro del Cubilete nos dio la bienvenida y su Cristo
de la montaña, imponente, nos cubría con una dosis de fe envuelta en un paisaje
extraordinario, verde y montañoso por un lado, y lluvioso pintado con arcoíris
por el otro. Ya para clausurar mi visita, el día tres por la mañana, y tal vez
en el entendido de ser el broche de oro, la Alhóndiga de Granaditas ofrecía el
marco perfecto para saber más de uno de los pasajes fundamentales de la historia
nacional. En sus paredes, quizá como en ningún otro sitio, es posible palpar
las huellas de aquella batalla donde una importante página fue escrita a favor
de la lucha insurgente. Imposible dejar de caminar en sus pasillos y
habitaciones.
Ahora
la promesa es la misma de hace 11 años, con la esperanza de que no deba esperar
tanto tiempo para caminar nuevamente por estos callejones. La cita está hecha y
mis pasos ansían desde ya volver a posarse sobre los adoquines estrechos. Una
ligera lluvia me despide y a través de túneles oscuros el retorno es inminente.
La salida es puntual y el autobús está en marcha. Guanajuato queda atrás y entonces
resumo algún mensaje con solo una palabra: regresaré.
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