Sabes
que estás jodido cuando visitas al dentista y acaba haciéndola de psicólogo al
insinuar que la solución a tu malestar va más allá de taladros y jeringas;
cuando te dice que, por más que le busca, su diagnóstico le indica una
situación donde tu muela no es un foco rojo de tu boca, sino de tu cabeza. Entonces
el asunto se va al carajo. Aquel cómodo sillón donde estás recostado se
convierte en un diván y las mariposas de plástico que reposan como adornos en
la lámpara junto a la plaga de ranas de barro de la cual es fan la doctora
empiezan a tomar tintes de fantasmas pasados y presentes. Para encontrar un
porqué, da inicio la letanía de preguntas.
— ¿Estás estresado, ansioso, duermes
bien? —lanza su primer dardo.
— Todo bien, doctora —respondo mientras
veo mi nariz rezando para que no crezca más.
— Porque tu muela no se ve tan dañada
como para representar el dolor que me dices.
— Bueno, quizás una mala costumbre de
años atrás: rechinar los dientes en las noches mientras dormía, incluso le
espantaba el sueño a mi hermano y decía que me iba a comprar un protector bucal
de los que usan los jugadores de futbol americano.
Mi comentario, aunque cierto, no pareció
hacerle gracia alguna. Sabe que mi muela me delata frente a lo que la
cotidianidad última me ha regalado y ahora me dicta un breve discurso acerca de
cómo me vería en unos años si continúo por el mismo rumbo: me habla de estrés,
corajes, preocupaciones, hipertensión, neurosis y las consecuencias de
sustancias con nombres raros que el organismo produce ante tales situaciones,
mismas que me llevarían a un caos personal a mis poco más de tres décadas de
vida. Esto ya no empieza a gustarme.
— Te recomiendo que practiques deporte,
eso te hará bien —sugiere.
— ¡Vaya! Estoy a punto de un
ultramaratón y me pide hacer deporte, ¿qué más quiere? —lo pienso, pero no se
lo digo.
Le comento que le doy bien y bonito a la
corredera, que mi bicicleta ya tiene tras de sí una alta cuota de kilómetros,
que me ensucio los tenis en las montañas y me he gastado cantidad de suelas en
pro del deporte. Entonces va más allá y propone llevármela leve o empezar a
considerar una terapia que tranquilice mis neuronas y asesine la carga
emocional que poseo en mi cabeza. Quiero salir corriendo pero es demasiado
tarde, pues el cubrebocas está en su rostro, la luz sobre mi cara y el primer
aparato de tortura en sus manos.
El taladro se enciende y su incesante
ruido no deja de escucharse en mi boca durante algunos minutos. Nada más
espantoso que sentir ese aparato carcomiendo tu muela; los segundos se vuelven
horas y la penitencia dictada por un sacerdote debido al montón de pecados es
nada comparado con esto. De fondo, la música clásica hace más llevadera mi
agonía, sin embargo, eso no impide que me sobren ganas de agarrar a mordidas la
barra metálica cuya broca altera mi tranquilidad física y mental, pero me
abstengo para no salpicar de sangre aquel bonito lugar; sería una pena ver
manchado de rojo el piso de mármol y las paredes caoba de ese consultorio.
— Tú me dices si sientes dolor, quiero
saber hasta dónde se encuentra la parte dañada, si no, para ponerte anestesia —dice
la doctora.
— Ajá —asiento con la cabeza ante la veda
de palabras producida por mi amigo el taladro.
— ¿Te duele?
— Na.
— ¿Duele?
— Na.
— Listo, puedes enjuagarte.
Y es justo en ese instante cuando encuentro
el motivo por el cual juré alguna vez no regresar con un dentista: mi lengua,
instintivamente, busca el lugar de la tragedia y sólo atina a encontrar un
agujero ensangrentado. Vuelvo a recostarme en espera de lo que sea —¿puede
haber algo peor?— y la doctora, asombrada, me dice que mi tolerancia al dolor
es demasiada, que en otros casos, por menos de eso, un piquete anestesiante es
necesario para no escuchar lamentos lacerantes peores que los de la Llorona. Bueno,
al menos ya encontré un lado positivo a tantas friegas que me preparan para
correr maratones. Quizás los entrenamientos, más que inventarse para soportar
dolor físico, están hechos para aguantar este tipo de situaciones, uno nunca
sabe.
Terminan así los 30 minutos más largos
de mi vida, por ahora. Regreso a casa con la muela rebanada y la valentía por
los suelos. Pienso un poco en los consejos de la doctora y me doy cuenta de que
no hay que analizar demasiado, pues sus palabras están llenas de razón. A veces
el micromundo que habita en nuestra mente es tan ilógico como aprehensivo, que
no atinamos a aceptar la realidad tal cual y es ahí donde uno se da de topes
contra la pared.
Los estragos de la turbulencia diaria
empiezan a hacer mella en mi persona y por ahora sólo pretendo llegar de pie al
27 de abril, después ya veremos. Me pregunto hasta dónde el dolor es
racionalmente tolerable y hasta dónde ya se hace parte de uno mismo, del cuerpo
y de la mente. Puedo ponerle muchos nombres: miedo, ansiedad, frustración… pero
también valga decir que todo ese montón de horribles palabras no son síntomas,
sino decisiones.
Acepto, pues, mi grado de vulnerabilidad
que hoy día todavía no tiene fecha de caducidad. Los malestares no se resignan
a escapar de mi persona y yo, como todo un cabrón bien hecho, hasta les abro la
puerta y les invito una copa. Ayer fue la muela, hoy es la rodilla y cada noche
es el insomnio, ¿apoco no está espléndido mi coctel de achaques? Pero al menos
ya regresé a escribir, creo que es buen síntoma de mejoría. Dicen que no hay un
mal que dure 100 años ni idiota que lo soporte, ¿será?
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