Fue un 7 de noviembre cuando terminó mi hospedaje en el vientre materno y decidí cambiar aquella cómoda oscuridad por la primera bocanada de aire que me dio vida. Mi madre, la autora material del acto, recibió así a su segundo y último hijo: la familia estaba completa.
Después llegaron mis primeros pasos, las palabras en mi boca y los centímetros verticales ganados día con día; las aulas escolares, los maestros, mis cuadernos y su contenido distribuido entre cuadrículas y rayas; los juegos de futbol en un estacionamiento empedrado, las escondidillas e incontables caídas que me enseñaron a andar en mi primera bicicleta; mi viaje de descubrimiento michoacano y el posterior enamoramiento por su gente, pueblos y tradiciones.
Hoy, fiel a su costumbre, el calendario se despojó de sus hojas para vestirme con un año más de vida y regalarme minutos de memoria literaria. Debo confesar que me resulta imposible resumir todo cuanto me ha sucedido y quisiera dibujar con palabras, pero no pasaré por alto el hecho de tener una gran fortuna con los pequeños detalles que llenan mi existencia.
Agradezco, pues, por los kilómetros de buenos amigos a través de las carreras, el paisaje de Chapultepec que me cuida las espaldas en el piso nueve, los ojos de cristal instalados en mi lente, y el rincón en internet que me fue concedido para despachar palabras blogueras al por mayor. Mención especial merecen las personas que a través de los años han aportado una dosis de enseñanza y apoyo a mi persona; algunas continúan físicamente conmigo y otras más viven en mi eterno recuerdo. A mis padres, hermano y familia, principales motores de este breve recuento inaugural de los años 30… gracias por existir.
Y para empezar bien mi día, ya tuve mi primer regalo: correr 13 kilómetros en territorio universitario con dos grados centígrados a cuestas. No encontré mejor manera de llegar al tercer piso. Simplemente me sentí vivo.
Después llegaron mis primeros pasos, las palabras en mi boca y los centímetros verticales ganados día con día; las aulas escolares, los maestros, mis cuadernos y su contenido distribuido entre cuadrículas y rayas; los juegos de futbol en un estacionamiento empedrado, las escondidillas e incontables caídas que me enseñaron a andar en mi primera bicicleta; mi viaje de descubrimiento michoacano y el posterior enamoramiento por su gente, pueblos y tradiciones.
Hoy, fiel a su costumbre, el calendario se despojó de sus hojas para vestirme con un año más de vida y regalarme minutos de memoria literaria. Debo confesar que me resulta imposible resumir todo cuanto me ha sucedido y quisiera dibujar con palabras, pero no pasaré por alto el hecho de tener una gran fortuna con los pequeños detalles que llenan mi existencia.
Agradezco, pues, por los kilómetros de buenos amigos a través de las carreras, el paisaje de Chapultepec que me cuida las espaldas en el piso nueve, los ojos de cristal instalados en mi lente, y el rincón en internet que me fue concedido para despachar palabras blogueras al por mayor. Mención especial merecen las personas que a través de los años han aportado una dosis de enseñanza y apoyo a mi persona; algunas continúan físicamente conmigo y otras más viven en mi eterno recuerdo. A mis padres, hermano y familia, principales motores de este breve recuento inaugural de los años 30… gracias por existir.
Y para empezar bien mi día, ya tuve mi primer regalo: correr 13 kilómetros en territorio universitario con dos grados centígrados a cuestas. No encontré mejor manera de llegar al tercer piso. Simplemente me sentí vivo.
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