Corría el siglo XVI. Eran tiempos de la conquista en México, y en el actual territorio de Pátzcuaro el rey Tangaxhuán II debía decidir entre enfrentar con su ejército a los españoles o huir lejos de una batalla que inevitablemente llegaría.
Para evitar su caída, en el palacio de Tzintzuntzan llenó sacos con parte de un tesoro y los colocó en cuatro embarcaciones. Oro, plata y piedras preciosas acompañaron al rey, la reina y la princesa Mintzita en su escape hacia el sur, mientras los pobladores observaban con miedo cómo abandonaban su tierra.
En medio de la oscuridad de la noche y a través del lago, las canoas se detuvieron frente a la isla de Janitzio ante el llamado de su gobernante que salió a su encuentro y, tras dar muerte a los remeros, el monarca, el gobernante y las dos mujeres abordaron otra lancha luego de hacer hundir los tesoros que llevaban consigo.
Pero con la invasión extranjera había llegado también la persecución: el español Nuño de Guzmán, presa de su ambición, capturó y torturó a Tangaxhuán para hacerle confesar el lugar donde escondía sus riquezas. Con el fin de salvarle la vida de aquel tormento, la familia real decidió recuperar el tesoro para entregarlo, por lo que Mintzita rogó a su marido, Itzíhuappa, le preguntara al gobernante de Janitzio el lugar donde las canoas habían sido hundidas.
El llamado “hijo del agua”, valiente guerrero del ejército purépecha y experto buceador, supo por palabras de su padre el sitio exacto en el que yacían las riquezas, pero éste nunca le mencionó de los remeros muertos. Entonces navegó de inmediato a través del lago hacia el punto indicado y al llegar a él se sumergió en sus profundidades.
El brillo del oro y los destellos despedidos por los diamantes captaron su atención: había encontrado el tesoro que salvaría la vida de Tangaxhuán II. Sin embargo, algo le impedía llegar adonde se hallaban las riquezas. De repente, su rostro se llenó de terror y su cuerpo tembló ante lo que sus ojos veían: veinte cadáveres pálidos y descarnados que cuidaban los valiosos objetos; eran los guardianes infernales encargados de resguardarlos.
La impresión de aquella imagen bajo el agua hizo que Itzíhuappa perdiera el conocimiento, lo que le provocó un desmayo y por ello jamás pudo regresar a la superficie. Se convirtió así en el guardián número veintiuno de aquel tesoro escondido por los purépechas y tan anhelado por los españoles.
Cuenta la leyenda que la princesa Mintzita murió en espera de ver nuevamente a su amado y es durante la Noche de Muertos que ambos regresan; ella, en la orilla del lago con la esperanza de encontrarlo, y él surge entre las sombras del agua. Aparecen para recibir las ofrendas de los vivos en el territorio gobernado por Curicaueri, dios azul de las aguas o guardián del paraíso; el paso hacia el reino de los muertos a través del lago y la ciudad, según consideraban sus habitantes.
Y así, mientras las llamas de los cirios se vislumbran tenues, un manto estelar fulgura en el cielo y el lago gime como un alma en pena, los dos príncipes volverán por una noche a visitar “el lugar que se tiñe de negro”.
Para evitar su caída, en el palacio de Tzintzuntzan llenó sacos con parte de un tesoro y los colocó en cuatro embarcaciones. Oro, plata y piedras preciosas acompañaron al rey, la reina y la princesa Mintzita en su escape hacia el sur, mientras los pobladores observaban con miedo cómo abandonaban su tierra.
En medio de la oscuridad de la noche y a través del lago, las canoas se detuvieron frente a la isla de Janitzio ante el llamado de su gobernante que salió a su encuentro y, tras dar muerte a los remeros, el monarca, el gobernante y las dos mujeres abordaron otra lancha luego de hacer hundir los tesoros que llevaban consigo.
Pero con la invasión extranjera había llegado también la persecución: el español Nuño de Guzmán, presa de su ambición, capturó y torturó a Tangaxhuán para hacerle confesar el lugar donde escondía sus riquezas. Con el fin de salvarle la vida de aquel tormento, la familia real decidió recuperar el tesoro para entregarlo, por lo que Mintzita rogó a su marido, Itzíhuappa, le preguntara al gobernante de Janitzio el lugar donde las canoas habían sido hundidas.
El llamado “hijo del agua”, valiente guerrero del ejército purépecha y experto buceador, supo por palabras de su padre el sitio exacto en el que yacían las riquezas, pero éste nunca le mencionó de los remeros muertos. Entonces navegó de inmediato a través del lago hacia el punto indicado y al llegar a él se sumergió en sus profundidades.
El brillo del oro y los destellos despedidos por los diamantes captaron su atención: había encontrado el tesoro que salvaría la vida de Tangaxhuán II. Sin embargo, algo le impedía llegar adonde se hallaban las riquezas. De repente, su rostro se llenó de terror y su cuerpo tembló ante lo que sus ojos veían: veinte cadáveres pálidos y descarnados que cuidaban los valiosos objetos; eran los guardianes infernales encargados de resguardarlos.
La impresión de aquella imagen bajo el agua hizo que Itzíhuappa perdiera el conocimiento, lo que le provocó un desmayo y por ello jamás pudo regresar a la superficie. Se convirtió así en el guardián número veintiuno de aquel tesoro escondido por los purépechas y tan anhelado por los españoles.
Cuenta la leyenda que la princesa Mintzita murió en espera de ver nuevamente a su amado y es durante la Noche de Muertos que ambos regresan; ella, en la orilla del lago con la esperanza de encontrarlo, y él surge entre las sombras del agua. Aparecen para recibir las ofrendas de los vivos en el territorio gobernado por Curicaueri, dios azul de las aguas o guardián del paraíso; el paso hacia el reino de los muertos a través del lago y la ciudad, según consideraban sus habitantes.
Y así, mientras las llamas de los cirios se vislumbran tenues, un manto estelar fulgura en el cielo y el lago gime como un alma en pena, los dos príncipes volverán por una noche a visitar “el lugar que se tiñe de negro”.
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