Hoy decidí apoderarme del carril derecho: trote ligero, movimientos cadenciosos y la convicción de disfrutar nuevamente cada kilómetro recorrido en territorio universitario. Para comenzar, un túnel sinuoso nos dio la bienvenida a la pista que tapizamos de color azul, y el señor Mercury se encargó de ponerle adrenalina a nuestras piernas. A continuación, un disparo acompañado de fuegos artificiales puso en marcha el cronómetro y miles de pasos ansiosos comenzaron su andar; entonces la noche tomó un nuevo significado.
A un costado, cientos de personas en las tribunas mezclaban gritos de apoyo con aplausos, mientras el estadio esperaba nuestro regreso. La salida no tuvo mayor contratiempo y muy pronto nos vimos cobijados por el frío que para nadie fue pretexto. Los primeros mil metros fueron superados y a lo lejos se observaba una oleada de corredores atacando la subida inaugural de la ruta. Comenzaba la montaña rusa de asfalto que invitaba a recorrer sus veredas.
Por momentos olvidé todo cuanto he aprendido de técnicas para correr, pues mis brazos se movían a la par de los acordes musicales en mis oídos, mis piernas se abalanzaban en coordinación con el ritmo que marcaba Billy Joel, y la respiración era dictada por las letras puestas en mi boca. Recordé entonces que este deporte es capaz no solo de enfrentarnos a nosotros mismos en momentos extremos, sino también de regalarnos el placer de divertirnos como lo hace un niño.
Y así, con el cronómetro escondido bajo la manga para no darle importancia, los kilómetros anunciados con luces rojas avanzaron uno a uno. Más adelante tocó el turno de atestiguar la presencia de valores únicos vestidos con playeras corredoras: el compañerismo que nuestras mascotas nos regalan sin condición alguna, el apoyo familiar proveniente de una voz infantil que grita ¡vamos!, y la entereza de personas con capacidades distintas que se rehúsan a ver pasar la vida y deciden formar parte de ella. Esos detalles no se incluyen en los paquetes de las carreras, pero sin duda valen más que el precio pagado para participar en ellas.
Seis, siete, ocho kilómetros se escaparon y, con el cielo como techo iluminado por algunas estrellas, la última gran subida nos puso a todos a sudar; se anunciaba el fin del viaje. El estadio nuevamente nos recibió entre sus brazos para darnos la despedida y el saludo de compañeros puso broche de oro a la clausura, por este año, del circuito universitario: ahí donde se escribieron viejas glorias y se tejen nuevas ilusiones.
A un costado, cientos de personas en las tribunas mezclaban gritos de apoyo con aplausos, mientras el estadio esperaba nuestro regreso. La salida no tuvo mayor contratiempo y muy pronto nos vimos cobijados por el frío que para nadie fue pretexto. Los primeros mil metros fueron superados y a lo lejos se observaba una oleada de corredores atacando la subida inaugural de la ruta. Comenzaba la montaña rusa de asfalto que invitaba a recorrer sus veredas.
Por momentos olvidé todo cuanto he aprendido de técnicas para correr, pues mis brazos se movían a la par de los acordes musicales en mis oídos, mis piernas se abalanzaban en coordinación con el ritmo que marcaba Billy Joel, y la respiración era dictada por las letras puestas en mi boca. Recordé entonces que este deporte es capaz no solo de enfrentarnos a nosotros mismos en momentos extremos, sino también de regalarnos el placer de divertirnos como lo hace un niño.
Y así, con el cronómetro escondido bajo la manga para no darle importancia, los kilómetros anunciados con luces rojas avanzaron uno a uno. Más adelante tocó el turno de atestiguar la presencia de valores únicos vestidos con playeras corredoras: el compañerismo que nuestras mascotas nos regalan sin condición alguna, el apoyo familiar proveniente de una voz infantil que grita ¡vamos!, y la entereza de personas con capacidades distintas que se rehúsan a ver pasar la vida y deciden formar parte de ella. Esos detalles no se incluyen en los paquetes de las carreras, pero sin duda valen más que el precio pagado para participar en ellas.
Seis, siete, ocho kilómetros se escaparon y, con el cielo como techo iluminado por algunas estrellas, la última gran subida nos puso a todos a sudar; se anunciaba el fin del viaje. El estadio nuevamente nos recibió entre sus brazos para darnos la despedida y el saludo de compañeros puso broche de oro a la clausura, por este año, del circuito universitario: ahí donde se escribieron viejas glorias y se tejen nuevas ilusiones.
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