Hace mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, existió un personaje con greña rebelde y una inconfundible banda en la frente que quizás le otorgaba poderes inimaginables. En sus años de juventud dirigió un equipo de futbol de donde más tarde surgiría su legendario nombre, y entonces quedaría grabado para la posteridad.
Populachero, amigable y simpaticón, nuestro héroe no era un simple ciudadano, iba más allá en su labor multifacética: lo mismo era actor de ficheras o se hacía pasar por Barrabás en un vía crucis religioso, que ambulante y hasta golpeador golpeado. No cualquiera en su época podía presumir tan envidiable currículum personal.
Un día, mientras hacía el bien para su comunidad y se liaba a toletazos con uno que otro granadero, se topó con un ser que lo lanzaría al estrellato. Sin embargo, el tipo en cuestión tenía malévolos planes, pues su ambición de poder lo llevó directo al lado oscuro cual si fuera un Darth Vader moderno. “Juanito, yo joy tu padre”, le decía una y otra vez, mientras le prometía el sueño de conquistar un territorio llamado Iztapalapa. Y así lo encausó a librar múltiples batallas épicas hasta ver cumplido su cometido.
Tuvo muchos rivales en su camino hacia la gloria, pero sus enemigos enfundados en capas y escudos blanquiazules y tricolores jamás pudieron vencerlo. Con su ejército de acarreados libró a cuanto gandalla se le puso enfrente y, según revelan los hallazgos históricos, fue en el año 2009 d.C. cuando su lucha social finalmente tuvo éxito.
Con el poder en sus manos, Juanito se pavoneaba en las calles y todos a su paso le rendían tributo. Levantaba el pulgar en señal de victoria y sonreía; posaba para las cámaras, y los medios informativos siempre estaban ansiosos por recibir sus sabias palabras. Todo era felicidad y se auguraba un extraordinario porvenir para su entorno… pero no todo fue miel sobre hojuelas.
Corría el mes de septiembre del citado año cuando al títere se le ocurrió salirse del guacal y se creyó el cuento de que, efectivamente, la poltrona de Iztapalapa sería suya. Tenía ya sus planes, a sus colegas prestos para entrarle al quite, y hasta se había comprado un traje para el momento de ser coronado. Sin embargo, y a pesar de múltiples solicitudes del señor Vader para hacerlo renunciar a su cargo y heredárselo a una dama, Juanito se aferraba a su postura, argumentando que él había ganado la batalla y el territorio conquistado sería sólo suyo.
Los dimes y diretes ponían al rojo vivo la trama, pues la fecha anunciada para el nombramiento se acercaba y un choque resultaría inminente. Entonces entró en escena otro personaje, gobernador de la ciudad y presumiblemente enviado para tal cometido, que puso fin adelantado a tan intrigante telenovela. Fue un lunes por la tarde cuando, tras una sesión de fallidas negociaciones, su rostro desencajado lo decía todo: el fin de su era había llegado y la figura de Juanito se derrumbó para no existir más. Sus argumentos de despedida fueron contundentes y no dejaron margen de duda: se dijo enfermo, y ante todo estaba su salud. ¿Estaría próximo a someterse a un trasplante de neuronas? ¿O tal vez sus articulaciones desfallecieron por tanto maltrato policiaco en las marchas a las que acudía?
Nadie sabrá a ciencia cierta qué le llevó a renunciar al poder. Ese detalle quedará en el misterio absoluto, pues sería necesario ser un perfecto analista político con tres doctorados en Harvard para poder explicar su manera de actuar. Hoy algunos lloran su partida, otros la aplauden, pero lo único cierto es que el desenlace de esta historia sólo da cuenta de la realidad política mexicana.
Juanito, te recordaremos como lo que fuiste: una caricatura engendrada por los medios; un pretexto para echarse en el sillón frente al televisor con tal de divertirnos un rato (por supuesto, con palomitas y chesco en mano); y un tipo que nos enseñó a valorar nuestra entrañable política. Sin ti nada será igual, aunque seguramente contigo todo sería lo mismo. ¿Ahora quién podrá salvarnos?
Populachero, amigable y simpaticón, nuestro héroe no era un simple ciudadano, iba más allá en su labor multifacética: lo mismo era actor de ficheras o se hacía pasar por Barrabás en un vía crucis religioso, que ambulante y hasta golpeador golpeado. No cualquiera en su época podía presumir tan envidiable currículum personal.
Un día, mientras hacía el bien para su comunidad y se liaba a toletazos con uno que otro granadero, se topó con un ser que lo lanzaría al estrellato. Sin embargo, el tipo en cuestión tenía malévolos planes, pues su ambición de poder lo llevó directo al lado oscuro cual si fuera un Darth Vader moderno. “Juanito, yo joy tu padre”, le decía una y otra vez, mientras le prometía el sueño de conquistar un territorio llamado Iztapalapa. Y así lo encausó a librar múltiples batallas épicas hasta ver cumplido su cometido.
Tuvo muchos rivales en su camino hacia la gloria, pero sus enemigos enfundados en capas y escudos blanquiazules y tricolores jamás pudieron vencerlo. Con su ejército de acarreados libró a cuanto gandalla se le puso enfrente y, según revelan los hallazgos históricos, fue en el año 2009 d.C. cuando su lucha social finalmente tuvo éxito.
Con el poder en sus manos, Juanito se pavoneaba en las calles y todos a su paso le rendían tributo. Levantaba el pulgar en señal de victoria y sonreía; posaba para las cámaras, y los medios informativos siempre estaban ansiosos por recibir sus sabias palabras. Todo era felicidad y se auguraba un extraordinario porvenir para su entorno… pero no todo fue miel sobre hojuelas.
Corría el mes de septiembre del citado año cuando al títere se le ocurrió salirse del guacal y se creyó el cuento de que, efectivamente, la poltrona de Iztapalapa sería suya. Tenía ya sus planes, a sus colegas prestos para entrarle al quite, y hasta se había comprado un traje para el momento de ser coronado. Sin embargo, y a pesar de múltiples solicitudes del señor Vader para hacerlo renunciar a su cargo y heredárselo a una dama, Juanito se aferraba a su postura, argumentando que él había ganado la batalla y el territorio conquistado sería sólo suyo.
Los dimes y diretes ponían al rojo vivo la trama, pues la fecha anunciada para el nombramiento se acercaba y un choque resultaría inminente. Entonces entró en escena otro personaje, gobernador de la ciudad y presumiblemente enviado para tal cometido, que puso fin adelantado a tan intrigante telenovela. Fue un lunes por la tarde cuando, tras una sesión de fallidas negociaciones, su rostro desencajado lo decía todo: el fin de su era había llegado y la figura de Juanito se derrumbó para no existir más. Sus argumentos de despedida fueron contundentes y no dejaron margen de duda: se dijo enfermo, y ante todo estaba su salud. ¿Estaría próximo a someterse a un trasplante de neuronas? ¿O tal vez sus articulaciones desfallecieron por tanto maltrato policiaco en las marchas a las que acudía?
Nadie sabrá a ciencia cierta qué le llevó a renunciar al poder. Ese detalle quedará en el misterio absoluto, pues sería necesario ser un perfecto analista político con tres doctorados en Harvard para poder explicar su manera de actuar. Hoy algunos lloran su partida, otros la aplauden, pero lo único cierto es que el desenlace de esta historia sólo da cuenta de la realidad política mexicana.
Juanito, te recordaremos como lo que fuiste: una caricatura engendrada por los medios; un pretexto para echarse en el sillón frente al televisor con tal de divertirnos un rato (por supuesto, con palomitas y chesco en mano); y un tipo que nos enseñó a valorar nuestra entrañable política. Sin ti nada será igual, aunque seguramente contigo todo sería lo mismo. ¿Ahora quién podrá salvarnos?
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