Soy corredor. Uno de tantos que la gente llama “loco” porque su despertador irrumpe a mitad de la noche para marcar el inicio de un nuevo día; aquel que mide su vida en kilómetros y comparte experiencias con otros igual o más locos que él.
Tengo por fundamento un par de tenis amarrados a una voluntad que es pretexto y principal motor para continuar con el día a día. Mis fines de semana sin correr se tornan aburridos y eternos; mi calendario sin alguna competencia, deprimente.
Corro para sentirme vivo y demostrarme que las barreras sólo existen en la mente y nada más; porque he visto voluntades que no se resquebrajan ante las circunstancias, una enfermedad o discapacidad, y porque sé que la energía es contagiosa a través de los kilómetros. Corro para reír, para llorar y soñar; para cansarme, agotarme y renacer las veces que sea necesario, porque correr no es un deporte, es un estilo de vida… mi estilo de vida.
Somos muchos y estamos en cualquier parte. No existe un reto, por extraordinario que parezca, al que no hagamos frente y acabemos con él a pesar de todo. Experimentamos dolor y agonía, pero jamás nos detenemos. Algunos aseguran que somos extraordinarios; yo digo que tenemos las mismas capacidades y basta con atreverse a descubrirlas. En nuestro lenguaje no existen las palabras “límite” y “fracaso”, y no aceptamos un “no se puede” por respuesta.
Nos verás allá afuera, navegando en el asfalto o conquistando montañas; reventando pulsaciones y derribando paredes imaginarias. Sí, quizás estemos locos, pero prefiero esta locura a permanecer eternamente cuerdo.
Y tú, ¿corres para vivir o vives para correr? Yo elegí ambas opciones.
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