martes, 30 de agosto de 2011

Capítulo 10. Maratón Internacional de la Ciudad de México, 2011.

Por primera vez en mi vida programé tres alarmas con diferencia de cinco minutos cada una, con la firme intención de que mis cobijas perdieran su condición adherente y me dejaran vivir, desde temprana hora, la que estaba seguro sería una gran experiencia de vida. Pero los gritos provenientes de las gargantas electrónicas no fueron necesarios, pues la adrenalina pudo más y a las 4 de la mañana ya tenía los ojos más abiertos que nunca.

Horas más tarde, el Centro Histórico nos dio la bienvenida y en medio de calles angostas inundadas por la oscuridad nos abrimos paso. El compromiso eran 42,195 metros por delante a costa de todo cuanto pudiera presentarse. Entonces un disparo al aire hizo eco y comenzó la aventura. Una oleada de corredores, todos animosos, cimbró el asfalto y con cada paso el sueño se volvía más real.

Entre el enorme grupo apareció uno, menor en tamaño pero no así en importancia, que llevaba en sus filas una carriola con un ser lleno de luz a bordo. Mary Tere y su papá, Camilo, iban juntos en este reto que nos contagió a muchos para llegar a la meta. Entonces se presentó el primer detalle emotivo de la carrera: una sonrisa despedida del rostro de la pequeña, señal de que ese momento era suyo y de quienes la acompañábamos en su maratón. Sin duda, una recarga de energía para seguir después del kilómetro 12, de donde me desprendí de aquel pequeño y animoso contingente.

Lo que siguió fue a cada momento especial: recordar los entrenamientos en Chapultepec, las carreras del Circuito Gandhi, las palabras de aliento de personas desconocidas que, al ver mi nombre tatuado en el número, lo mencionaban una y otra vez, los amigos a lo largo de la ruta, mis padres en el kilómetro 30… una sobredosis de adrenalina inyectada en las piernas para no detenerlas jamás.

Así, la suma de kilómetros iba en aumento a la par del ánimo que no se doblegaba ante el cansancio. La avenida Insurgentes nos dio la bienvenida y el número 31 invitaba a vencer cualquier pared que se pusiera enfrente. Los últimos kilómetros fueron difíciles, pero no imposibles. Como disco rayado, una y mil veces me repetía: “no te vas a detener, la meta está muy cerca”, y, a fuerza de gritármelo internamente, me convencí de ello. Cuatro horas y once minutos después de iniciada la travesía, la gloria entera me perteneció por un instante que parecía volverse eterno. El objetivo se había cumplido, un par de lágrimas de emoción lo justificaron y la promesa de repetirlo se hizo presente.

Algunos aseguran que correr es una actividad solitaria, aburrida, de “locos”; yo estoy seguro que, más allá de la distancia, atreverse a intentarlo es el primer paso para comprobar que los límites son una mentira; ojalá esto se convierta en epidemia y muchos más lo intenten.

A veces creo que el alfabeto debería tener, al menos, 500 letras distintas para formar con ellas millones de palabras y reflejar así lo extraordinario que resultan algunas experiencias. Hoy estoy convencido que este deporte tiene magia y los seres que habitan en él son extraordinarios. Espero con ansia el siguiente reto; de eso está hecha la vida, de eso estamos hechos nosotros. Gracias a quienes estuvieron ahí, en los entrenamientos y en la memoria; en cada metro compartido, en cada grito de apoyo. Nunca me cansaré de repetirlo: esto también es por ustedes.

¡Hasta los próximos kilómetros!

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