Y
entonces llega ese día que trae consigo la inevitable noticia: los ciclos se
repiten. Algunos pasajes de tu vida presente se tiñen de momentos pasados y te
cuestionas por qué vagas otra vez en esos rumbos que al principio amaste y al
final terminaste odiando. Déjà vu
inquisidor, contundente. En tu telenovela personal aparecen nuevos personajes,
pero te das cuenta de que, aunque con rostros distintos, al final resultan ser
los mismos de siempre. Hay que joderse.
Buscas
posibles respuestas, pero nada; mientras más lo haces, menos las encuentras.
Llevas tus ojos nuevamente a aquellas páginas escritas por un autor francés a
quien acusas de tener habilidades premonitorias, pues 17 años atrás, cuando él
las escribió, ya advertía lo que a ti te sucedería más adelante. Desde otro
continente, inmerso en una sociedad distinta, con idioma y costumbres ajenas a
las tuyas, te das cuenta de que un tipo ya había pasado por algo similar a lo
tuyo, lo cual desemboca en dos conclusiones: que no eres el único ser viviente
que experimenta semejantes conductas y que al menos queda en ti una mínima
capacidad de asombro.
En
un rincón de tu computadora, abandonados e inconclusos, habita una pila de
textos cuyo contenido no va más allá de un párrafo, señal inequívoca de que en
los últimos tres meses has sido incapaz de hacer lo que antes lograbas sin
mayor dificultad en tan sólo minutos. Pero esta vez no te rendirás, serás necio
y juras que ni siquiera un temblor de los que están de moda te levantará de tu
lugar hasta ver concluidas estas letras. La madrugada gélida y el insomnio
acumulado son tus acompañantes, hasta les invitas una copa y les hablas en voz
baja. Bienvenido a la locura nivel 1.
Te
acusas de miedoso pero eres honesto; presumes tu valemadrismo pero tampoco
niegas tu sensibilidad ante el asunto; lees palabras que te gustan y te dañan; sabes
que ahora te duele y mañana ya no, hasta te mofarás de ello (o eso quieres
creer). Has dejado de ser bipolar y te elevas a la categoría de multipolar, ¿para
qué limitarse?
Repasas
estos párrafos y observas que, al menos, rescatas una parte de tu estilo al
escribir: irónico, ácido y sincerote. Mantienes la esperanza de mantener las
esperanzas, aunque no sabes de qué. Te sumerges en la música y empieza el
vaivén sentimental: de Sabina a José Alfredo, de Aute a Emmanuel, de Jarabe de
Palo a Carla Morrison… ¿por qué canta tan feo Carla Morrison y cómo acabé
escuchándola?
Amanece.
Coctel de cafeína, té verde y Pepto Bismol; del estómago mejor no hablemos. Sabes
que en unas horas llegará la persona perfecta y estarás con ella mientras llega
la correcta: maldita y hermosa costumbre la tuya. La espera desespera, pero te mantienes
en vilo, como en película de suspenso donde en un instante pasará lo mejor
o todo se irá al carajo; tu voluntad está lejos de decidir el rumbo y te reprochas
por ello.
“Así
funcionan las cosas: la vida siempre se las apaña para complicarlo todo, ¿o
somos nosotros los que nos buscamos las complicaciones?”, pregunta Beigbeder.
La misma duda que me asalta justo ahora. Y si alguien tiene una pista o un
mínimo de razón para responderla, por favor avise, que ese sujeto, el del espejo,
espera ansioso por saber.
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