Alquilé una dosis de alzheimer por cuatro días y me subí a este autobús. Cinco horas me separan de la lejanía donde pretendo exorcizar la rutina urbana, allá donde la prisa corre muy despacio y el andar cotidiano se refugia en el olvido.
A través de la ventana avanzan los kilómetros a la par de los paisajes, y cuando el reloj cumple su cometido, desciendo para reencontrarme con esta tierra que a menudo visualizo en mis recuerdos. Entonces me interno en el poblado y respiro un aire diferente. Pátzcuaro me recibe entre sus brazos.
El jueves se esfuma en medio de un atardecer exacto y la noche llega plena entre luces de faroles. En la esquina de Lloreda y Ahumada me atrinchero en el silencio y espero ver llegar un nuevo amanecer...
Cuando el frío me cobija y el sol se asoma tímido comienzo mi andar y, luego de dar gusto al paladar, observo la imponente vista desde lo alto de las Yácatas. Estoy parado aquí, donde el imperio purépecha tuvo su máximo esplendor en manos de Tata Vasco y sus pobladores, y hoy, después de siglos de historia, soy testigo de la grandeza de su territorio que llena mis pupilas y vacía mis ganas de irme. Hoy fue Quiroga y Tzintzuntzan, mañana Janitzio me espera...
El rumbo es la isla. Día limpio, vista perfecta; no puedo pedir más. Las plazas y los lugareños comienzan a prepararse para recibir la Noche de Muertos que está más viva que nunca. El ambiente se transforma. Al caer la noche, un manto estelar nos cubre y el motor de la embarcación se escucha. Miles van y vienen. En lo alto, el monumento a Morelos pasa la noche más decepcionante del año al verse rodeada de turistas que poco saben de la tradición y hacen del alcohol su mejor pretexto. Nada ha cambiado desde hace años. ¿Autoridades? Sobra preguntar por ellas. La justificación económica pone de rodillas a la tradición y los nativos pagan el alto precio de ver comercializada su identidad y su fe. Abajo, el cementerio se tiñe de color anaranjado y las llamas iluminan el regreso de los muertos a este mundo. La madrugada exige descanso. Entre las veredas isleñas me abro paso y el inminente regreso llega...
La dosis de alzheimer alquilada agoniza. Seis horas me llevan de vuelta al lugar de origen de esta historia y el mismo número de párrafos me es insuficiente para atestiguar todo lo vivido en territorio michoacano. Se fue el Día de Muertos y aquí los vivos continuamos.
A través de la ventana avanzan los kilómetros a la par de los paisajes, y cuando el reloj cumple su cometido, desciendo para reencontrarme con esta tierra que a menudo visualizo en mis recuerdos. Entonces me interno en el poblado y respiro un aire diferente. Pátzcuaro me recibe entre sus brazos.
El jueves se esfuma en medio de un atardecer exacto y la noche llega plena entre luces de faroles. En la esquina de Lloreda y Ahumada me atrinchero en el silencio y espero ver llegar un nuevo amanecer...
Cuando el frío me cobija y el sol se asoma tímido comienzo mi andar y, luego de dar gusto al paladar, observo la imponente vista desde lo alto de las Yácatas. Estoy parado aquí, donde el imperio purépecha tuvo su máximo esplendor en manos de Tata Vasco y sus pobladores, y hoy, después de siglos de historia, soy testigo de la grandeza de su territorio que llena mis pupilas y vacía mis ganas de irme. Hoy fue Quiroga y Tzintzuntzan, mañana Janitzio me espera...
El rumbo es la isla. Día limpio, vista perfecta; no puedo pedir más. Las plazas y los lugareños comienzan a prepararse para recibir la Noche de Muertos que está más viva que nunca. El ambiente se transforma. Al caer la noche, un manto estelar nos cubre y el motor de la embarcación se escucha. Miles van y vienen. En lo alto, el monumento a Morelos pasa la noche más decepcionante del año al verse rodeada de turistas que poco saben de la tradición y hacen del alcohol su mejor pretexto. Nada ha cambiado desde hace años. ¿Autoridades? Sobra preguntar por ellas. La justificación económica pone de rodillas a la tradición y los nativos pagan el alto precio de ver comercializada su identidad y su fe. Abajo, el cementerio se tiñe de color anaranjado y las llamas iluminan el regreso de los muertos a este mundo. La madrugada exige descanso. Entre las veredas isleñas me abro paso y el inminente regreso llega...
La dosis de alzheimer alquilada agoniza. Seis horas me llevan de vuelta al lugar de origen de esta historia y el mismo número de párrafos me es insuficiente para atestiguar todo lo vivido en territorio michoacano. Se fue el Día de Muertos y aquí los vivos continuamos.
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