Sucedió un día cualquiera luego de la
jornada laboral. Conforme lo dictaba la rutina, Gustavo debía caminar durante
15 minutos hacia el metro Chapultepec, esquivar puestos ambulantes, abonar
efectivo a la tarjeta para poder subir al vagón y avanzar dos estaciones más donde
el transbordo en Tacubaya lo esperaba.
Ya instalado en
su primera escala, un mar de gente a su alrededor iba y venía, y superados los
incontables escalones de ascenso por fin llegó a la franja amarilla dibujada en
el suelo que separaba su espera de la siguiente parada.
—De aquí a
Centro Médico y después a Universidad, ya falta poco —pensaba.
Llegada la línea
verde decidió dormir un poco, pues el cansancio lo vencía y sus párpados pesaban
cada vez más. Aseguró sus pertenencias en la bolsa interior del saco, cruzó los
brazos y cerró los ojos. Pudo conciliar el sueño de tal manera que nada lograba
despertarlo hasta que ocurrió algo inesperado.
—Debes bajar
aquí o será demasiado tarde —le murmuró una voz al oído.
De inmediato despertó
y pudo ver que la toda la gente salía presurosa, incluso empujándose, como
presagiando que algo malo ocurriría. Él no supo cómo reaccionar y en pocos segundos
las puertas se cerraron: se había quedado solo.
—¿Qué demonios
pasa aquí? ¿Por qué todos salieron huyendo? —se preguntó entre nervioso y
sorprendido.
Y así, con todos
los vagones vacíos, avanzó un par de estaciones más, pero nadie subía. De
repente, al llegar a Coyoacán el metro se detuvo, las puertas se abrieron y las
luces se apagaron. Gustavo suspiró profundamente, se asomó para ver si algo
ocurría y comenzó a impacientarse, sin embargo, estaba rodeado únicamente de
silencio y sintió cómo un extraño frío lo cobijaba. Desesperado, volvió a su
asiento y observó el reloj: se había detenido justo a medianoche.
—¿Pero cómo…? Si
estaba a las ocho en Chapultepec y ahora son las 12… ¿Dónde está la gente? Esto
debe ser una broma. ¿O ya habrán cerrado el metro y me quedé adentro? —se cuestionaba
mientras infinidad de ideas pasaban por su cabeza.
Confuso, intentó
tranquilizarse y asimilar lo ocurrido para buscar una respuesta lógica, cuando
al final del vagón vio entrar, cabizbajo y arrastrando sus pasos, a un niño que
de repente lo miró fijamente y señalándole con la mano hacia afuera le dijo: “allá
fue”.
Atónito, Gustavo
sintió cómo el miedo lo invadía y le arrebató el aliento por un instante: no
supo qué hacer ni hacia dónde ir. Entonces recordó una antigua leyenda que sus
abuelos solían contarle a la luz de las velas para asustarlo cuando se negaba a
dormir, y coincidía justamente con la zona donde se encontraba en ese momento,
con el pequeño que tenía frente a él y con la hora que señalaba su reloj.
—Esto es una
locura, los fantasmas no existen —repetía una y otra vez en voz baja mientras
un sudor frío le recorría la frente—. Ya sé, aprovechando que las puertas están
abiertas, voy a correr para escapar de aquí; un niño jamás podrá alcanzarme.
Y cuando estaba
decidido a huir, una mano fría tocó su hombro. Volteó despacio a observarla y
parecía muy delgada, pálida. Un susurro al oído terminó por paralizarlo:
—Tranquilo, ya
no hay nada que hacer. Te advertí que debías bajar o sería demasiado tarde. ¡Ahora
es demasiado tarde!
Se escuchó la
alarma que avisa del cierre de puertas y un fuerte grito hizo eco por los andenes
solitarios… minutos después despertó en el piso y mirando hacia el techo. Continuaba
solo y en su mente se multiplicaba el sonido de la alarma. El segundero del reloj
había reanudado su paso y al voltear la cara lo deslumbró la luz del día.
—¿Es demasiado
tarde? —se preguntó—. ¿La alarma? ¡Me quedé dormido! El despertador sonó a las ocho
y ya son las 12. ¡Ya no llegué al trabajo! —se reprochó.
Todo había sido
un mal sueño y, efectivamente, como le dijo aquella voz lastimera, ya no había
nada que hacer, pues su falta laboral era inminente a causa de los fantasmas en
su cabeza. De inmediato tomó el teléfono, marcó y se dijo enfermo para evitar
un vacío monetario al final de la quincena. Finalmente, al colgar la llamada no
pudo más que reír por todo cuanto le había ocurrido en su pesadilla, sin duda una
increíble experiencia y… ¡Toc, toc, toc!, se escuchó un golpeteo en la puerta.
—¡¿Quién es?!
—dijo lanzando un grito desde su recámara.
—Soy yo y busco
a Gustavo —le respondió una voz infantil desde el pasillo.
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