Solía amortiguar la rutina en mi trinchera de letras que
almacenaba en este rincón electrónico desde donde malabareaba con frases,
párrafos y realidades. Eran tiempos de más papel y menos virtualidades, de una
extraña emoción que invadía al abrir un diario y atestiguar la miscelánea de
aconteceres fugaces labrados en páginas a color.
Justo en esos días, no recuerdo la fecha exacta, llegó a mis manos un texto que
bastó para ejercer la espera continua de aquella columna escasa en complejos y
ataduras, pero con exceso de franquezas y un particular toque de redacción cuyo
estilo influyó, muy probablemente, en quien también hoy aquí escribe.
Ella, desde su puño y letra, sugería vivencias en un mundo distinto y distante
al mío, ajeno a la autocensura, aunque siempre con una cuota honesta de
entusiasmo que contagiaba con sus palabras. Yo, desde la persecución de cada
ejemplar donde publicaba, atribuía a sus párrafos una extraña dosis de
algarabía personal como pocas veces tenía.
Un mes de junio, recuerdo la fecha exacta, desde mi trinchera y hasta su
territorio virtual me atreví a escribirle un poco de lo que me inspiraba.
Fueron escasas líneas indiferentes a fingimientos y apariencias, justo como su
estilo reflejaba y empezaba a hacerlo con el mío. Sin esperarlo, hubo
respuesta: la necesaria para arrebatarme una sonrisa. Algunos años después, por
decisión propia y fiel a sus convicciones, ella se retiró del medio y heredó un
recuerdo que hoy hago presente.
“Decidí jubilar los protocolos. Renuncio a toda clase de simulacros. Quiero
vivir sin tintes, maquillajes ni persianas”, escribió antes de irse. Y así me
quedó la fugacidad del tiempo donde repasaba sus anécdotas convertidas en
fortalezas y fragilidades, en emociones y tristezas.
“Mientras la vida te dé para continuar haciendo lo que te plazca y de rebote
nos desprenda una sonrisa o mínima reflexión, yo estaré agradecido por ello”,
fue un fragmento que le escribí en aquel texto. Después le perdí la pista y hoy
deseo, desde su recuerdo que reconforta, que sus andanzas vayan por buenos
pasos, los que ella siempre quiso y seguramente cumplió.
Así, a manera de postdata, su breve respuesta tras el cúmulo de letras que a
menudo me regalaba, hoy se suma un poco a la forma de quien soy cuando me
enfrento a la hoja en blanco:
“Me consta que no es tan fácil escribir un rollito que sea agradable leer y
esté bien redactado. Hacerlo divertido ya es boleto aparte, pero encontrar en
estos mundos un cabrón que te regale un rato leyendo algo con buena ortografía,
no tiene precio.
Gracias amigo, por tus palabras sin adjetivos ni garigoleos, pero con buena
vibra pa’ una oveja descarriada con vocación de no sé qué”.
Y entonces Fernanda partió.